Cherreads

Chapter 19 - Capítulo 18

LEONARDO.

 

Mierda, me duele todo.

 

Intento moverme un poco en la cama, buscando una posición menos miserable, pero es inútil. Cada músculo, cada costilla, cada maldito centímetro de mi cuerpo parece estar protestando.

 

Primero que nada, no puedo negar que estoy algo agradecido. Los soldados decidieron encubrir mi existencia durante el ataque al hospital. Según ellos, yo no estuve allí. 

 

Eso me salvó de ser tratado como un prisionero o de ser custodiado por el gobierno, sometido a interrogatorios interminables para sacarme información. Información que, de todos modos, ya les había dado. Fui yo quien entregó datos de I.F.L.O., datos que nadie más había logrado obtener o siquiera soñado con encontrar.

 

Lucía...

 

Dios, esa mujer testaruda. 

 

Por mucho que le repetí que no quería saber nada de mi pasado, que no me importaba, ella fue y pidió que investigaran sobre mí. Involucró a su primo, movió contactos, todo para encontrar algo que yo prefería mantener enterrado.

 

Debería estarle agradecido... tal vez, en otro momento, en otra vida. 

Pero ahora... ahora no quiero saber nada. Como le dije una y otra vez cuando recién nos conocimos, no tengo idea de si tengo familia, si tuve un padre o una madre que me lloraron, si hay hermanos, o si simplemente fui un niño más perdido en el sistema. 

Tal vez ni siquiera valía la pena ser buscado.

 

Solo hay una cosa que me importa: 

Llegar a la familia de Luis. 

 

Entregarles su collar, y darles el cierre que merecen. 

 

Que puedan apagar cualquier esperanza que aún conserven, cualquier espera inútil de ver a su hijo cruzar la puerta. 

Eso es todo lo que quiero hacer. 

 

Terminar esta historia antes de desaparecer otra vez.

 

Un rato después, escuché pasos acercándose.

Me giré un poco, luchando contra el maldito dolor, justo cuando la puerta se abrió y Lucía apareció, cargando una enorme bandeja de comida.

 

—Espero que tengas hambre —dijo, sonriéndome mientras se acercaba.

 

Dejó la bandeja sobre una mesita que había junto a la cama y empezó a acomodar todo.

 

Me quedé mirándola.

 

No sólo era demasiada comida para una sola persona, sino que además... se veía extrañamente colorida, diferente a lo que estaba acostumbrado a ver en los campamentos de V.I.D.A.

 

Fruncí el ceño, algo incómodo.

 

Todo esto...

 

La cama suave, las sábanas limpias, la habitación espaciosa y hasta un maldito televisor en la pared.

 

Era demasiado.

 

Demasiado cómodo.

 

Demasiado... ajeno.

 

En V.I.D.A., mi vida era entrenamiento, misiones y volver a dormir en catres duros, rodeado de hombres y mujeres igual de rotos que yo.

 

La televisión era un lujo innecesario; nunca tuve tiempo para sentarme a ver una maldita serie o un partido de fútbol.

 

Siempre estaba en movimiento, aprendiendo, luchando, sobreviviendo.

 

Miré el control remoto sobre la mesa, confundido.

 

Ni siquiera sabía cómo se usaba correctamente.

 

Un objeto más de un mundo que había dejado de ser el mío hacía mucho tiempo.

 

Lucía me observó en silencio por unos segundos, como si entendiera perfectamente lo que estaba pasando por mi cabeza.

 

Luego, con esa paciencia suya que a veces me sacaba de quicio y a veces... me salvaba, dijo:

 

—Es tu turno de acostumbrarte a algo mejor.

 

No supe qué responder.

 

Solo bajé la mirada hacia la bandeja, el estómago rugiéndome como si llevara siglos vacío.

 

Tomé el tenedor que me tendió y empecé a comer despacio, sintiéndome ridículamente fuera de lugar.

 

Como si esta habitación, esta comida... esta vida, no fueran realmente mías.

 

—Lucía...—fije bajando el tenendor un momento.

 

Ella me miro de reojo, con esa expresión de despreocupación de siempre.

 

—Apenas pueda moverme me ire, —dije sin titubeos.

 

Lucía soltó un pequeño suspiro, como si ya hubiera esperado esas palabras de mi parte.

 

Se sentó en la silla junto a la cama, cruzando las piernas con calma, y me miró directamente, sin rastro de sorpresa.

 

—No.

 

Su respuesta fue simple, firme.

 

Fruncí el ceño.

 

—No es una opción, Leonardo, —continuó, apoyando los codos sobre sus rodillas, inclinándose un poco hacia mí. 

 

—Ni siquiera puedes levantarte de la cama sin ayuda. ¿Y quieres irte?

 

Apreté los dientes. 

No era cuestión de poder, era cuestión de no querer quedarme en un lugar que no era para mí. 

 

No merecía estar aquí, viviendo entre comodidades. 

 

Ese no era mi mundo.

 

—Sabes que no pertenezco aquí…—murmuré, con la voz más baja.

 

Lucía sonrió de lado, pero no era una sonrisa burlona, sino una de esas que dolían más que mil palabras.

 

—Tal vez no.

 

Se encogió de hombros. 

 

—Pero te guste o no, ahora es donde estás. Y no pienso dejar que te arrastres fuera solo porque no sabes cómo vivir sin tener que pelear cada día.

 

Quise responder algo, cualquier cosa, pero no encontré palabras. 

Solo bajé la mirada, apretando el tenedor en mi mano.

 

Lucía se levantó, caminó hacia la ventana, abrió un poco las cortinas para dejar entrar la luz, y volvió a mirarme.

 

—Te salvamos la vida, Leonardo. Me salvaste la vida. Así que haznos un favor…

 

Su voz se suavizó, casi como un susurro. 

 

—Quédate un poco más. Al menos, hasta que puedas caminar sin parecer que te vas a romper en pedazos.

 

Miré la ventana, distraído, viendo cómo pequeños copos de nieve empezaban a caer, pintando de blanco todo lo que alcanzaba a ver. 

 

Era hipnótico. 

 

Frío, silencioso, casi irreal.

 

Parpadeé un par de veces y, sin apartar la vista del paisaje, pregunté:

 

—¿En qué mes estamos...? ¿Qué día es hoy exactamente ?

 

Lucía, que seguía de pie junto a la ventana, se giró a verme, como si dudara un segundo en responder.

 

—Hoy es 12 de diciembre, —dijo al final, con voz tranquila. 

 

12 de diciembre. 

 

Casi un mes y medio desde el ataque. 

 

Más de cinco semanas desde que había quedado inconsciente.

 

Solté un leve suspiro, dejando que mi cabeza se hundiera un poco en la almohada.

 

—Sabía que era invierno... murmuré, viendo cómo el mundo se teñía de blanco lentamente. 

 

—El frío... la luz... la forma en que huele el aire.

 

Lucía sonrió apenas.

 

—Este año el invierno llegó temprano,— añadió. 

 

—Y, considerando todo lo que pasó... bueno, no me sorprende que no tengas mucha noción del tiempo.

 

Asentí apenas, sintiéndome aún más desconectado de todo. 

Era extraño... 

 

Parte de mí deseaba estar allá afuera, caminando bajo la nieve como si pudiera desaparecer entre los copos. 

 

La otra parte sabía que apenas podía moverme.

 

—¿Nueva York, eh? —susurré. 

 

—Primera vez que estoy aquí sin tener que vigilar mi espalda.

 

Lucía se acercó otra vez, sonriendo con dulzura mientras colocaba la bandeja a un lado.

 

—Pues acostúmbrate, —dijo, sentándose de nuevo en la silla junto a mi cama. 

 

—Porque no pienso dejar que vuelvas a desaparecer tan fácil.

 

Volví a mirar la nieve caer en silencio, preguntándome si realmente era posible. 

 

¿Acostumbrarme a algo que nunca creí merecer?

 

Unos golpes firmes sonaron en la puerta, sacándome de mis pensamientos. 

 

Lucía se levantó enseguida y fue a abrir.

 

Tres hombres entraron.

 

Dos de ellos llevaban uniforme militar impecable, adornado de medallas y con la rigidez de quienes han vivido bajo la disciplina toda su vida. 

 

El tercero, vestido de civil, tenía una presencia igual de imponente aunque sin necesidad de uniforme. 

 

No me costó mucho deducir quién era quién. 

 

Uno de los uniformados era más joven, de rostro duro y ojos atentos: Mayor, seguramente. 

 

El otro militar, de cabello ya grisáceo y rostro marcado por los años, lo miraba todo con una calma imponente. 

 

Y el de civil... bueno, se parecía demasiado a Lucía como para ser coincidencia. 

 

Lucía, sonriendo levemente, se giró hacia mí.

 

—Ahora que ya estás un poco más consciente, —dijo, —déjame presentarte.

 

Se acercó a los tres hombres y los señaló uno por uno.

 

—Él es mi primo, Mayor Marcos Whitmore, —dijo, señalando al hombre más joven, quien me dio una breve inclinación de cabeza, sin dejar de evaluarme de pies a cabeza. 

 

—Él es mi tío, Coronel Alejandro Whitmore,— continuó, señalando al hombre mayor, que simplemente cruzó los brazos y mantuvo su mirada firme sobre mí. 

 

—Y este, —dijo, sonriendo un poco más cálido, —es mi padre. Armando Whitmore.

 

Los tres me miraban igual: con desconfianza, con juicio contenido, como si en cualquier momento esperaran que hiciera algo indebido.

 

No los culpaba. 

 

Después de todo, para ellos, yo no era más que un mercenario sin nombre, un completo desconocido al que su hija y sobrina había decidido rescatar y cuidar como si fuera algo... importante. 

 

Más allá de la deuda de vida que pudiera tener con ella, lo que sentían no era más que desconfianza.

 

Con esfuerzo, y apretando los dientes por el dolor, me incorporé un poco en la cama, manteniendo la espalda recta como pude. 

 

Miré a cada uno de ellos, sin bajar la mirada.

 

—Un gusto conocerlos... —murmuré, mi voz rasposa pero firme.

 

Marcos soltó un leve, hmpf, claramente escéptico. 

 

Armando no dijo nada, pero su ceja arqueada lo decía todo. 

 

Alejandro simplemente cruzó los brazos, mirándome como si intentara ver más allá de mi piel.

 

La nieve seguía cayendo afuera, silenciosa, imperturbable. 

 

Mientras tanto, en esa habitación, el aire se volvió más denso. 

 

Sabía que me estaban midiendo, evaluando si realmente merecía su respeto... o su vigilancia.

 

Y honestamente, no podía culparlos.

 

Tomé otro bocado de la comida, que no estaba mal, pero me resultaba extraño. Todo en este lugar era extraño. La comodidad, la quietud, la vida sencilla, algo que no me correspondía, ni me interesaba.

 

—Lucía no me quiere dejar ir, apenas pueda moverme, —dije con una sonrisa torcida, casi provocadora, echándole leña al fuego.

—Quiere quedarse conmigo, al parecer.

 

Los tres hombres se tensaron al instante, y pude ver cómo sus ojos se endurecían aún más. 

Marcos frunció el ceño y cruzó los brazos sobre su pecho. Armando miraba fijamente, pero su rostro no mostraba ninguna emoción clara, solo una especie de juicio implícito. Alejandro... Alejandro no dijo nada, pero su postura rígida y su mirada fija hablaban por sí solas.

 

—Lo sabemos, —dijo Marcos, su tono algo grave. —El trabajo de Lucía, y tu... pasado,— hizo una pausa, como si la palabra 'mercenario' le costara decirla, —no es algo fácil de aceptar para nosotros, pero en el fondo, la entiendo. Después de todo, es su decisión.

 

—No es sólo eso,— intervino Armando, su voz grave y seria. —Lo que nos preocupa es lo que realmente está pasando entre ustedes. Sabemos que Lucía tiene sentimientos, pero tú... eres algo complicado.

 

Mis ojos se entrecerraron. Podía ver por sus expresiones que ellos realmente pensaban que yo y Lucía... bueno, que había algo más entre nosotros. Lo cual era ridículo.

 

Lucía, al parecer, también se sorprendió por las palabras de su familia. Se puso de pie y frunció el ceño, molesta, intentando defenderme.

 

—No es eso, —dijo rápidamente, su tono más firme que nunca. —Él tiene 18 y yo 26. Esto no es sobre eso. Él me salvó la vida, y no estoy buscando nada más que eso. Es solo agradecimiento.

 

No pude evitar reírme, aunque de forma amarga. La situación se volvía cada vez más irónica.

 

—Sí, claro,— dije, con un tono burlón. —Es fácil decirlo, ¿verdad? Pero nadie entiende cómo es vivir una vida como la mía. No hay espacio para eso, para apegarse, para quedar atrapado en este tipo de cosas. Lucía... lo que sea que tú sientas, no lo entiendo.

 

Lucía me miró, sorprendida por mi respuesta, y los tres hombres ahora me observaban como si esperaran una revelación, pero yo no iba a darles ninguna.

 

—Escúchame bien,— continué, esta vez más serio. —Yo no quiero quedarme. Apenas pueda moverme, me iré. Tengo cosas que hacer, personas que debo ver. No me voy a quedar aquí, atrapado en esta vida... en este lugar... en este... mundo que no me pertenece.

 

Miré a cada uno de ellos, especialmente a Alejandro, que no decía nada. Era obvio que, aunque no se mostraba tan abierto como los otros, lo pensaba todo.

—Así que no se preocupen,— dije, mirando a Lucía por última vez. —Lo último que quiero es quedarme aquí y quedarme atrapado en todo esto. En cuanto pueda, me iré y seguiré haciendo lo único que sé hacer.

 

La habitación se quedó en silencio por un momento. Los tres hombres parecían evaluarme, y Lucía, aunque frustrada, sabía que no podía hacer nada para cambiar mi decisión.

 

—Está bien, —dijo finalmente Alejandro, rompiendo el silencio. —Pero ten en cuenta algo, chico... si decides seguir tu camino, nos aseguraremos de que lo hagas de la manera correcta. No vas a ir por ahí solo sin tener algo que te respalde.

 

Marcos asintió, aún con cierta desconfianza en sus ojos, pero también con una sensación de comprensión en su mirada.

—No tienes que quedarte aquí, —dijo, —pero al menos hazlo de la forma correcta. No queremos que te metas en problemas.

 

No les respondí. Mi mente ya estaba en otro lugar, pensando en lo que realmente necesitaba hacer, aunque no les iba a decir todo lo que tenía en mente. Sabía que mi objetivo no era quedarme aquí... pero tampoco iba a ser fácil salir de esta situación. Y aún quedaba un pendiente: mi equipo. Tenía que encontrar la forma de hacerles saber que estaba vivo.

 

Los tres hombres no se movieron de sus lugares, observándome con una intensidad que se podía cortar con un cuchillo. Marcos, Armando y Alejandro, aunque se notaba que tenían sus propias opiniones, claramente querían saber más sobre mí. Algo me decía que no se conformaban con las respuestas vagas que les había dado hasta ahora.

 

—Necesitamos saber más, —dijo Marcos, su tono casi inquisitivo. —Lo que sea que puedas decirnos, cualquier información.

 

Por un momento, me quedé en silencio, observando mi bandeja de comida como si las respuestas estuvieran ahí, esperando a que las tomara. Sabía que no tenía mucho para decir, pero era evidente que ellos necesitaban algo más, algo que les diera un mejor entendimiento de quién era yo, de lo que había hecho... y de por qué me había metido en todo esto.

 

Suspiré, mi cuerpo aún adolorido. Miré a Lucía por un momento antes de centrar mi mirada en los tres hombres.

 

—Llevo ocho años siendo mercenario, —comencé, mi voz baja pero firme. —Desde los diez.

 

El silencio en la habitación se hizo más pesado. Todos me miraban con asombro, y no pude evitar notar la sorpresa en sus rostros. Ninguno parecía esperarlo, aunque tal vez deberían haberlo hecho.

 

—Fui secuestrado cuando era niño. No sé cuánto tiempo estuve en cautiverio, sólo que meses, semanas... mi memoria de esa época está borrosa. Pero cuando me rescataron, me entrenaron. No me dejaron opción.

 

Pausé, recordando los duros días de entrenamiento, la constante lucha por sobrevivir y adaptarme. Esas no eran experiencias que quería revivir, pero tampoco podía seguir ocultándolas.

 

—Cuando cumplí 12, decidí vivir por mi cuenta. Usé lo que me enseñaron, conseguí algunos contactos y me metí en el negocio como mercenario contratista solitario. Estaba acostumbrado a estar solo, siempre lo estuve.

 

Miré a cada uno de ellos antes de continuar.

—Estuve ocho años viviendo así. Hice trabajos por dinero, a veces por causas más oscuras, pero al final todo es lo mismo. Solo soy un arma en las manos de quien me contrate.

 

Lucía, con el ceño fruncido, no dijo nada, pero podía sentir su mirada. Como si intentara comprender todo lo que estaba diciendo.

 

—Me metí con la gente equivocada... con I.F.L.O.,— añadí, las palabras saliendo casi por instinto, como si el mero hecho de decirlo me acercara más a esa realidad. —Todos los conocen. Son los que hacen esos experimentos militares. Los exoesqueletos... esas malditas armas modificadas que enfrenté en el sudeste.

 

La tensión en la habitación aumentó con cada palabra. Los tres hombres estaban profundamente involucrados en mi relato, aunque por sus expresiones seguían procesando lo que acababa de contarles.

 

—Y ya está. Eso es todo. No soy alguien especial, sólo un mercenario, un contratista solitario que tuvo la mala suerte de toparse con los que estaban detrás de todo eso. Así que, si esperan que tenga alguna historia heroica o que quiera hacer algo más, están equivocados, —terminé, mi voz teñida de cansancio.

 

Ellos me miraron en silencio por un largo rato. El peso de mis palabras flotaba en el aire. No esperaba compasión ni comprensión, pero sabía que era la verdad.

 

Finalmente, Armando rompió el silencio.

 

—Eso explica muchas cosas, —dijo, su voz grave pero no juzgadora. —Aunque no entiendo por qué aún sigues aquí, en este lugar, con todo lo que has hecho. No sé qué buscas ahora.

 

—No busco nada,— respondí. —Solo... algo de paz. No sé si la encontraré, pero eso es lo único que quiero ahora.

 

Lucía se acercó un paso, como si no pudiera quedarse indiferente ante todo lo que acababa de soltar. Pero, de nuevo, no dijo nada.

 

Era un cierre temporal, al menos por ahora. Ellos tenían las respuestas que querían, pero eso no cambiaría nada de lo que pensaban sobre mí.

 

—Bueno, —dijo Alejandro, finalmente bajando un poco la guardia. —Te damos un tiempo, pero me gustaría que pensaras bien lo que vas a hacer después. No todo en la vida es... misiones y huir.

 

Lo miré, asintiendo lentamente.

 

—Lo tengo claro, —respondí, aunque en el fondo, no tenía ni idea de qué hacer con mi vida en ese momento.

 

Me apoyé en el respaldo de la cama, el dolor punzante aún persistía, pero algo había cambiado. Había pasado un mes y medio, y aunque las heridas seguían ahí, la necesidad de moverme, de hacer algo, era casi insoportable. Sabía que mi cuerpo necesitaba tiempo para sanar, pero no podía seguir postrado mucho más tiempo.

 

Miré especialmente a Alejandro, quien parecía el más interesado en mi estado físico. Era evidente que, aunque no lo admitiera, quería saber cuánto tiempo más tendría que estar bajo su cuidado.

 

—¿Cuánto tiempo más? —Pregunté, mi voz rasposa por el esfuerzo.

—No puedo estar aquí mucho más. Ya pasaron cinco semanas. Mi brazo, piernas, costillas... incluso el pie y la espalda... ya deben estar algo sanados, ¿no?

 

Alejandro me miró con una mirada seria, como si estuviera evaluando todo lo que había dicho. De todos los Whitmore, él era el más tranquilo y medido, el que más se había mantenido alejado del tema de mis heridas y mi pasado. Ahora, sin embargo, parecía estar considerando mi pregunta con más atención.

 

—Tus huesos, las costillas, deberían estar casi completamente sanados, pero... —Armando pausó un momento, mirando las notas en la mesa cercana antes de volver a dirigirse a mí.

—Pero las heridas más graves, esas que recibiste en la espalda, el pie y la pierna, necesitarán más tiempo. Si te apresuras, podrías causar un retroceso. Aunque algunas de tus fracturas ya no te causarán dolor, aún debes darle tiempo a los músculos y tejidos para que se reparen correctamente.

 

Miré mis manos y luego volví a mirarlo, buscando alguna señal de esperanza. Había estado esperando este momento, buscando respuestas que me permitieran salir de la cama.

 

—Entonces, ¿cuánto más? —Insistí, sin querer darme por vencido.

 

Alejandro suspiró, como si la respuesta fuera inevitable, pero necesaria. —Te recomiendo que permanezcas en cama por al menos otra semana. Tal vez dos. Necesitas que tus músculos se refuercen. No es solo cuestión de huesos rotos, también los nervios y los músculos deben sanar completamente. Las heridas internas podrían tardar un poco más, y no quiero que te arriesgues a moverte demasiado rápido.

 

Mis hombros se hundieron un poco, aunque traté de no mostrar el desánimo.

 

—Lo único que necesito es... moverse. Eso es todo, —murmuré, frustrado.

 

—Lo sé, —dijo Alejandro con una ligera sonrisa—. Es difícil, créeme. Pero el daño que te hiciste no fue poca cosa. El tiempo es lo único que te ayudará ahora.

 

Me quedé en silencio, procesando sus palabras. Podía sentir que no me quedaba mucho tiempo aquí, no en este lugar, bajo esta protección. Pero la idea de quedarme más tiempo, postrado en una cama, me llenaba de impotencia. Aunque sabía que, al final, si quería salir de aquí, tendría que seguir el consejo de un médico, y él era uno de los mejores.

 

—Entiendo... —suspiré finalmente, sabiendo que tendría que esperar, aunque la ansiedad se acumulaba en mi pecho.

 

—Solo recuerda, —agregó Alejandro, su tono firme pero algo paternal—. Si te apresuras, podrías arruinar todo el progreso que has hecho. Tómalo con calma. Te lo aseguro, no te estamos reteniendo aquí sin razón.

 

Asentí lentamente, aunque mi mente ya había comenzado a pensar en todo lo que haría una vez que estuviera fuera de esa cama. Una vez que pudiera moverme, podría retomar lo que quedaba de mi vida, o al menos, eso pensaba.

More Chapters