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Coleccionista

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Synopsis
Existen mundos más allá del nuestro. Espacios sellados, retorcidos, llenos de peligros y secretos. Mazmorras, zonas de recompensa, portales ocultos, lugares donde pueden hallarse objetos de incalculable valor. Muchos se arriesgan por ellos. Algunos, por codicia. Otros por necesidad. Pero todo tiene un precio. Y a veces, ese precio es la vida. Durante años, esos portales fueron el centro de las expediciones. Un ciclo constante de riesgo y recompensa. Hasta que todo cambió. Una serie de ataques simultáneos sacudió el mundo. Portales comunes comenzaron a volverse inestables. Lo que antes ofrecía tesoros, ahora oculta amenazas. Criaturas desconocidas emergen. Las zonas de recompensa se han transformado en trampas mortales. Y tras ese velo de caos, miles quedan atrapados. Sin salida. Sin respuestas.
Table of contents
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Chapter 1 - Mazmorra

El conteo regresivo avanza en la parte superior del portal, proyectando una luz azul parpadeante. Frente a la enorme abertura, más de cincuenta personas esperaban en silencio.

 

—Sesenta segundos —anunció una voz artificial.

 

El aviso fue suficiente para que Algunos ajustaran sus equipos.

 

El portal vibró con un rugido sordo, como si respondiera al llamado del tiempo.

 

[¡CROCKK!]

 

Almag ajustó su equipo, asegurándose de que todo estaba en su lugar. No tenía una armadura cara ni armas de gran calidad, pero lo que llevaba le había costado el equivalente a meses de trabajo.

 

—Hoy será mi día de suerte, traje todo el equipo perfecto —comentó un hombre a su lado. Su voz tenía un tono confiado, casi arrogante.

 

Vestía un abrigo largo de tono verdoso, adaptado para soportar el frío de la región. Pero lo que realmente llamaba la atención no era la prenda en sí, sino el símbolo grabado en su espalda: una insignia que pertenecía a una de las compañías de incursión más prestigiosas de Europa. A diferencia de los independientes y los buscadores de tesoros como Almag, aquellos con respaldo gremial tenían mayores probabilidades de salir con vida, pues tales trajes no eran regalos de adorno, sino una protección contra daños físicos.

 

El viento sopló con fuerza, y unas gotas de lluvia comenzaron a caer.

 

—Cinco segundos.

Los murmullos se intensificaron.

 

—Cuatro.

 

Almag sintió cómo su corazón latía con fuerza.

 

—Tres.

 

Algunos se prepararon para dar el primer paso.

 

—Dos.

Los más veteranos ya habían tomado posición para evitar ser empujados.

—Uno.

 

El portal rugió, expandiéndose en un parpadeo de luz.

 

—¡Ingreso autorizado!

 

Con esa señal, la multitud avanzó, dispuesta a enfrentarse a lo desconocido.

 

 ***

 

 

Almag se encontró en un espacio reducido con las paredes cubiertas de grietas.

Frente a él, una puerta desgastada parecía ser la única salida. La manija, apenas sujeta a la madera carcomida, estaba rota. No tenía opción de abrirla por ahí, así que decidió empujarla lentamente, intentando evitar cualquier sonido innecesario.

A medida que la puerta se entreabría, pudo distinguir un tenue resplandor grisáceo mezclado con blanco. Reconoció de inmediato que aquel tono apagado eran Esqueletos.

 

Almag Se inclinó junto a la manija y susurró con la esperanza de no llamar la atención:

 

—Dagas de acero.

 

Su voz, por baja que fuera, resultó suficiente para alertar a las criaturas. Del otro lado de la puerta se escuchó el rechinar de huesos en movimiento.

—¡Demonios!

Empujó con todas sus fuerzas, intentando cerrar la puerta antes de que los esqueletos entraran. Pero entonces, un filo cortó el aire. Un ardor repentino le atravesó el brazo. La tela de su abrigo se rasgó, y un hilo de sangre caliente le recorrió la piel.

 

Miró sus manos vacías. La petición no ha surtido efecto.

 

"No... ¿Por qué ahora no?", pensó con el aliento entrecortado.

 

Con otro intento, gritó desesperado.

 

—¡Dagas de acero!

 

Esta vez, las armas se materializaron en sus manos con un brillo opaco.

Sin perder un segundo, Almag las agarró con fuerza y ​​retrocedió unos pasos, preparándose para lanzarse contra la puerta.

Los esqueletos cayeron con el impacto. No tuvieron oportunidad de levantarse.

Almag se lanzó sobre ellos como una bestia desatada. Se movía con rapidez y furia, golpeando a ciegas, sin preocuparse por saber si acertaba o no.

No era un novato; Aquella era su tercera mazmorra, pero tampoco un experto. Aun así, sabía lo suficiente para esquivar los ataques mortales.

 

Con el último esqueleto partido en dos, Almag jadeó. Sus pulmones trabajaban al máximo, pero no se detuvo. Se agachó de inmediato, rebuscando entre los restos de huesos esparcidos por el suelo.

Después de derrotar a cuatro no muertos, había tenido la esperanza de encontrar algo útil, tal vez una recompensa mínima que justificara el riesgo. Pero no fue así.

No había nada de valor.

Excepto un pequeño frasco de curación.

Para él, eso ya era algo. Su resistencia estaba al límite, y aquel objeto le permitiría permanecer dentro del portal por más tiempo antes de que este se cierre por completo.

Almag agarró el frasco y se lo bebió de inmediato.

Ahora, con los cadáveres de los esqueletos alrededor, observó el lugar con más atención. Ya no estaba en un pasillo estrecho. El área se había ampliado a lo que parecía un salón comedor.

Había largas mesas cubiertas de polvo, sillas volcadas y una vieja araña de cristal colgando del techo, temblando por una brisa que cruzaba el ambiente.

Se puso a rebuscar entre los muebles y estantes en busca de cualquier objeto que valiera la pena.

Pero no encontré nada.

—No me digas que este día no será… —murmuró, frustrado.

Tenía la sospecha de que esta incursión sería un fracaso, sin nada útil que compensara el gasto económico que había gastado para poder obtener un boleto a esta mazmorra; estaría en la pobreza de nuevo.

 

Una imagen de un campo agrícola cruzó por su mente.

Almag rechazó de inmediato aquel recuerdo.

-No. Hoy sí me llevaré algo —se dijo.

Ese lugar había sido su vida durante los últimos tres años: un campo de cultivo perdido en la periferia, donde sembraban moqueros —frutas dulces con sabor a sandía y naranja— y típiños, una verdura amarga que combinaba bien con cualquier sopa.

Tal trabajo era una trampa de explotación, un lugar donde trabajabas más de 14 horas por solo unos novecientos euros.

Un sonido seco lo sacó del recuerdo.

La araña que antes estaba quieta sobre la pared ahora colgaba justo frente a él.

—¡Ah! —exclamó Almag, sobresaltado.

Sin pensarlo, levantó sus dagas y descargó varias cortes. Las hojas silbaron en el aire; la criatura cayó al suelo, partida en trozos.

Con la respiración agitada por la acción, la adrenalina aún recorriéndole los brazos, no se permitió detenerse. Su mirada ya estaba fija en las dos puertas que se alzaban al fondo del salón.

—De acuerdo... a la izquierda —murmuró.

 

Antes de avanzar, revise su inventario portátil. Aquel artefacto le había costado mil euros; Era una inversión considerable, aunque justificada. Contaba con diez casillas de almacenamiento: espacio limitado, pero suficiente para lo esencial.

 

—¡Inventario! —exclamó.

 

Una pantalla translúcida apareció frente a él.

Dentro había tres frascos de curación para heridas no mortales. Eran todo lo que su presupuesto le había permitido comprar. Cada uno costaba cien euros. Nada más.

Excepto por uno.

Un frasco de vidrio blanco, diferente al resto. Su contenido era espeso, con un brillo apagado que parecía moverse dentro del recipiente.

Ese era su bajo la manga.

Una poción de invisibilidad, adquirida por casi quinientos euros en el mercado negro. No era un artículo común. Su efecto se activaba al cruzar un portal, otorgando diez segundos de invisibilidad. Diez segundos que, en el momento correcto, pudieron ser la línea entre sobrevivir... o morir.

Tomó el frasco y lo sujetó con firmeza a su cinturón desgastado.

—Bueno... vamos a entrar.

Giró la manija y empujó la puerta.

Del otro lado, no había nada. Solo un pasillo vacío.

Almag apretó los dientes. Estaba perdiendo el tiempo.

Sabía que las mazmorras tenían puntos clave donde solían esconderse objetos valiosos, pero encontrarlas era una mezcla de suerte, intuición y experiencia.

Cada portal disperso por la Tierra tenía su propia estructura, su propio diseño. No había dos iguales. Incluso si alguien ingresaba al mismo portal en dos ocasiones, la mazmorra nunca sería idéntica.

Por eso la mayoría de los mercados preferían los portales de escalada fija, aquellos con rutas conocidas, trampas repetidas y enemigos previsibles. Al menos en esos, los patrones podían estudiarse.

Claramente las mazmorras no ofrecían ese lujo.

Aun así, había una cosa que sí se podía saber. En el centro del piso: ahí, casi siempre, se encontró un objeto de gran valor. Un punto fijo entre el caos y la gloria. Los exploradores más experimentados iban directo a ese lugar. Pero no eran los únicos. Gremios enteros y compañías privadas también lo sabían, y se preparaban para ello.

Dentro de una mazmorra, la competencia era parte del juego.

Aquí no ganaban los más rápidos, ni los más valientes. Ganaban los que tenían el mejor equipo o un rango superior.

A veces, con algo de suerte, nadie se atrevía a entrar al centro. No era cobardía, era instinto. Todos sabían lo que les esperaban allí: el guardián del piso. El jefe del portal.

Almag apretó los dientes aún más fuertes al recordar al hombre que había visto en la fila de ingreso. Llevaba un abrigo largo con un emblema grabado en la espalda. El símbolo de una compañía privada.

Una clara señal de poder.

—Con ese tipo aquí… —murmuró— Seguro ya está camino al centro.

 

Caminó unos segundos antes de encontrar cajas rotas esparcidas por el suelo. Se agachó y empezó a rebuscar entre los escombros.

Pero no encontré nada.

Ni un solo objeto útil. Ni siquiera algo que pudiera vender por unas pocas monedas.

Suspensó, se levantó y continuó su camino.

El pasillo se extendía hasta dividirse en tres puertas. Si seguía de frente, tal vez encontraría algo. Pero si tomaba el camino hacia el centro, las probabilidades de encontrar un tesoro eran mayores, como también enemigos más peligrosos.

 

Se quedó en silencio frente a las puertas. No se mueva. Solo pensé. Midió sus opciones.

Almag, dudoso, decidió que iría hacia la derecha. Hacia el centro.

Cauteloso, giró la manija y empujó la puerta.

Apenas cruzó al otro lado, su mirada se posó en el suelo. Varios esqueletos yacían esparcidos por el lugar. Sabía que debía moverse con precaución: en cuanto estuviera lo suficientemente cerca, ellos se alzarían.

Apreto las dagas. Las sostenían al frente, preparándose.

Con pasos medidos, comenzó a avanzar.

 

El primer esqueleto estaba solo en un metro. Almag afianzó su postura. Se preparó para atacar.

 

El crujido seco de los huesos resonó, una señal inconfundible. Antes de que su mente pudiera procesarlo, la forma esquelética se lanzó sobre él. Pero, a diferencia de los anteriores, este no ocurrió al impacto inicial. En un movimiento antinatural, se enderezó de golpe, forzando a Almag a aferrarse a su espalda huesuda, como un jinete.

La criatura se retorcía con una fuerza inesperada, sacudiéndolo violentamente de un lado a otro.

—¡Maldito! —la exclamación se escapó de sus labios, teñida de sorpresa y pánico.

Se aferró con una mano a las costillas rechinantes del esqueleto y, con la otra, alzó la daga de acero. Apuntó. Clavó el filo directamente en el frágil cráneo.

El esqueleto se desplomó al suelo con un estrépito de huesos quebrándose y dispersándose.

—Ese era más difícil de lo que pensaba… —murmuró Almag, el temblor no solo en sus manos, sino recorriéndole todo el cuerpo. Un escalofrío que nada tenía que ver con el frío exterior. Sabía, con una certeza helada, que si no se enganchaba hubierado un tiempo, su propia cabeza habría terminado partida en dos, esparcida junto a los restos del monstruo.

Pero el alivio fue fugaz. No había margen para la recuperación, para un respiro.

Quedaban dos más.

Y, peor aún, no podía permitirse esperar.

Porque el portal se cerraría en menos de una hora.