Antes del tiempo, antes de la luz, antes incluso de la sombra, existía la Nada
Absoluta. Un vacío sin forma, sin color, sin sonido, sin potencial. Era un estado de no-ser,
una extensión infinita de quietud perfecta, donde la posibilidad misma dormía un sueño
eterno. En este vacío, existía solo una entidad: el Dragón Primigenio, dormido en el
corazón de la no-existencia. No era un ser consciente, sino una semilla de poder, una
promesa de creación latente en el vientre de la nada.
El Dragón Primigenio, aunque inactivo, contenía en su esencia la dualidad fundamental
del universo: el orden y el caos, la luz y la oscuridad, la creación y la destrucción. Estas
fuerzas, en equilibrio perfecto, mantenían al dragón en un estado de sueño profundo, un
punto de singularidad donde todo era posible y nada existía.
Entonces, algo cambió. Una vibración sutil, una perturbación infinitesimal en la quietud
absoluta. No se sabe su origen. Algunos susurran que fue la voluntad del propio vacío,
cansado de su propia inmovilidad. Otros creen que fue una chispa de conciencia
proveniente de un universo anterior, un eco de una creación olvidada. Sea cual sea su
causa, esta vibración resonó a través de la esencia del Dragón Primigenio, despertando
las fuerzas latentes en su interior.
La dualidad contenida dentro del dragón, hasta entonces en equilibrio perfecto, comenzó
a separarse. El orden luchó contra el caos, la luz contra la oscuridad, la creación contra la
destrucción. Esta lucha interna generó una presión inmensa, una tensión cósmica que se
acumuló dentro del ser durmiente. El vacío mismo tembló ante la inminente explosión de
poder.
Finalmente, la presión se volvió insoportable. El Dragón Primigenio, sacudido por la
tormenta interna, se retorció en el vacío. Un gemido sordo, el primer sonido que jamás
había existido, escapó de su ser. Este gemido creció en intensidad, convirtiéndose en un
rugido ensordecedor, un grito primigenio que resonó a través de la Nada Absoluta,
rompiendo su silencio eterno.
Este rugido no era solo un sonido; era una onda de choque de energía pura, una
explosión de potencial creativo. A medida que se propagaba, el vacío comenzó a
fracturarse, a desmoronarse bajo la fuerza del sonido. La quietud se hizo añicos,
reemplazada por un torbellino de energía caótica.
En el epicentro del rugido, donde el Dragón Primigenio se retorcía, la Nada Absoluta
comenzó a ceder. El vacío se curvó, se distorsionó, creando un punto de singularidad, un
agujero en la tela de la no-existencia. De este agujero, surgió la primera chispa de luz, un
destello cegador que iluminó brevemente la oscuridad primordial.
Esta luz no era una simple emanación; era la manifestación de la voluntad del Dragón
Primigenio, la primera expresión de su conciencia naciente. Era la promesa de la
creación, la semilla de la vida, el principio del orden emergiendo del caos.
El rugido continuó, implacable, y con cada resonancia, la luz se expandió, empujando
hacia atrás la oscuridad. El vacío, una vez absoluto, ahora estaba salpicado de islas de
luz, de focos de energía que danzaban y se entrelazaban.
Pero la oscuridad no se rindió fácilmente. Se aferró al vacío, resistiendo la invasión de la
luz. La lucha entre la luz y la oscuridad, nacida en el corazón del Dragón Primigenio, se
extendió por todo el vacío, dando forma a la primera danza cósmica, el eterno conflicto
que definiría la existencia.
Fue en este momento, en el fragor de la batalla entre la luz y la oscuridad, que nació el
tiempo. Antes del rugido, no había secuencia, no había causa y efecto, solo la inmutable
eternidad de la Nada Absoluta. Pero con la explosión de energía, con la creación de la luz
y la resistencia de la oscuridad, surgió la necesidad de la secuencia, la progresión de los
eventos. El rugido fue el primer evento, la chispa de luz el segundo, la expansión de la luz
el tercero, y así sucesivamente. El tiempo, como una serpiente invisible, comenzó a
enroscarse alrededor de la creación naciente, dando forma a su desarrollo, dictando su
ritmo.
El rugido del Dragón Primigenio no solo rompió el vacío, sino que también dio a luz al
tiempo, la dimensión que permitiría a la creación florecer, a la luz expandirse y a la
oscuridad desafiarla. Fue el nacimiento de la historia, el comienzo de todo lo que fue, es y
será. El Dragón Primigenio, aún retorciéndose en el centro de la tormenta, había
despertado, y con su despertar, el universo había nacido.