Antes de que el primer nombre fuera pronunciado, cuando los tres grandes planos aún danzaban en armonía —la Tierra, el Vacío y el Cielo—, hubo un juramento sellado en sangre y luz. Uno que debía mantener el equilibrio. Uno que fue roto.
Dicen que el Vacío no tiene voz, pero eso no es del todo cierto. Solo susurra a quienes pueden escuchar más allá de la luz. Y él, Eacalata, nació con los oídos abiertos y el alma marcada.
No fue el primero.
Tampoco será el último.
Mucho antes de que los portales se cerraran, antes de que el Cielo olvidara a los caminantes terrenales y la Tierra negara la existencia de los hijos del Vacío, hubo una guerra que no figura en los libros. Una guerra de sombras y ceniza, de fuego sin llama y espadas que no dejaban heridas visibles. Los nombres de los héroes fueron devorados por el tiempo. Los traidores, enterrados en silencio.
Pero las sombras...
Ellas recuerdan.
Y ahora, siglos después, algo se mueve otra vez entre las grietas. El cielo tiembla, la tierra sangra, y el Vacío sonríe.
Escarlata no entiende aún lo que es. No comprende por qué su sombra a veces se mueve antes que él, por qué en sus sueños ve ruinas flotando entre estrellas muertas, ni por qué su reflejo le habla con palabras que no conoce.
Pero la profecía no le da tiempo a comprender. Solo a actuar.
Porque pronto, cuando los tres mundos se alineen bajo una luna negra, la historia repetirá su ciclo.
Y esta vez…
Las sombras no serán neutrales