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Chapter 29 - Donde Arde el Juicio

Perspectiva de Lucius

—Son realmente impresionantes —dijo Gareth al sentarse a mi lado, con la naturalidad de quien ha terminado un combate sin romper a sudar.

Lo observé de reojo. Su respiración era estable. Su ropa, sin arrugas evidentes. No parecía haber sudado. No parecía haber peleado, siquiera. Había dos posibilidades lógicas: su oponente era tan lamentablemente débil que no le exigió esfuerzo, o Gareth era tan hábil que no necesitaba tomarse en serio a alguien como su oponente. Me inclinaba a creer lo primero. No por objetividad, sino por autopreservación. Si lo segundo era cierto... preferiría no tener que comprobarlo desde el otro lado de su espada.

—Pero tu combate también fue genial. ¿No crees que eso es también algo genial? —intervino Isolde, sonriéndole.

Fue una sonrisa breve, pero suficiente para encender en mí una chispa incómoda. No era celos, no exactamente. Más bien esa clase de instinto silencioso que aparece cuando ves una grieta en algo que juraste proteger. Supongo que es lo que llaman reflejo de hermano mayor.

—¿De verdad lo crees? Para mí fue más bien una decepción —respondió Gareth, encogiéndose de hombros. Flexionó el brazo con ligereza, tocando su bíceps con una sonrisa que olía a orgullo mal disimulado—. Ese chico era demasiado débil para mí. No hizo falta que diera lo mejor de mí.

Entonces, como si el universo hubiera esperado justo ese momento para burlarse, hizo su aparición.

—Por cierto... ¿Qué hace él aquí?

—¿Mm? Oh...

Seguí la dirección de su mirada. Leonard, el chico con el que había peleado, estaba a escasos centímetros de mí. No lo noté llegar. Eso era, en sí mismo, una advertencia. Me incliné hacia atrás, instintivamente. Isolde y Gareth imitaron el movimiento como piezas de dominó al borde del abismo.

Leonard nos observó. A cada uno. Luego sonrió.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, con la lógica básica de quien no invita a extraños a sentarse sin previo aviso.

—Te vigilo.

—¿Eh?

—Te vigilo —repitió, exactamente igual.

—Te escuché la primera vez. No tienes que repetirlo.

—¿Entonces para qué me haces hacerlo?

—Eh... ¿Sabes qué? Olvídalo. Mejor responde a mi pregunta.

—Ya te la contesté.

—Cierto...

Y lo era. No había escapatoria argumentativa. Había dicho la verdad, y sin embargo no sentí haberla comprendido del todo. Como si me hubiera encerrado en una jaula que él mismo me tendió sin usar una sola llave. No lo dijo, pero lo sentí: estaba jugando conmigo. No como un rival, sino como un niño curioso desarma un reloj, solo para ver si aún funciona cuando lo vuelve a montar.

Y lo peor era que... ni siquiera parecía que lo intentara.

—¿Y por qué me estás vigilando exactamente? —pregunté, entornando los ojos. No porque esperara una respuesta satisfactoria, sino porque quería ver cómo se desenvolvía bajo presión. Algunos tartamudean, otros sonríen. Él no hizo ninguna de las dos cosas.

—Porque eres más fuerte que yo, y eso es imposible.

… ¿Qué?

Por un momento creí que lo había escuchado mal. Pero no, su expresión seguía siendo la misma: inexpresiva, inmutable. Me tomó un segundo más procesar sus palabras. "Eso fue suerte", pensé. "Y lo admitiría sin vergüenza." Pero no lo dije. Ya había cometido el error de permitir que entrara a mi espacio; no cometería el de explicarme.

—¿Ese es motivo para vigilarlo? —intervino Isolde, empujándome suavemente para recuperar su espacio y acomodarse mejor.

—Sí. Necesito conocer las bases de su entrenamiento para poder vencerlo la próxima vez —dijo Leonard, asintiendo con una convicción desconcertante. Esa cara suya, completamente inalterable, comenzaba a irritarme. ¿Era una de esas figuras estoicas de los animes de mi otro mundo? ¿Kuudere, se llamaban? No lo recordaba con claridad, pero parecía encajar en ese molde: inexpresivo, pero obsesionado.

—Jajaja. Te aviso desde ahora: no encontrarás respuesta a la fuerza de mi hermano. Es demasiado fuerte como para que exista una estrategia que lo detenga —dijo Isolde con una sonrisa orgullosa, como si las palabras no fueran hipótesis, sino hechos históricos.

No podía dejar que eso quedara sin corrección.

—Debo recordarte que fue Alicia quien nos derrotó a ambos… y sin estrategia alguna —intervine, cortando la ilusión antes de que se solidificara. Una mentira repetida con ternura sigue siendo una mentira. Aunque a veces, una mentira útil.

Pero no esta vez.

—Esa victoria fue pura suerte —declaró Isolde, haciendo un puchero que pretendía ser inocente, pero que ocultaba una espina mal clavada. La entendía. Incluso yo sentía el mismo escozor en el orgullo. Perder así, de forma tan unilateral, siempre deja un residuo incómodo en el pecho. Uno que arde con la sola mención de un nombre.

—Espera, ¿Alicia? ¿Quién es Alicia? —preguntó Gareth, su confusión como una piedra lanzada al estanque de nuestra conversación.

—Oh, Alicia. Cierto, ustedes no la conocen. Ella es nuestra amiga —se adelantó Isolde, contestando en mi lugar antes de que pudiera intervenir con una explicación más precisa… o al menos, más prudente. Aun así, su respuesta bastaba. Lo esencial estaba dicho—. Y hablando de ella… ¿dónde estará?

—Mmm…

—¡Lucius Van D'Arques! —El grito de Reginald rompió el aire como un trueno seco. Fue lo suficientemente fuerte como para alcanzarme desde el otro extremo del recinto… y lo suficientemente cargado de ira como para arrastrarme con él—. Baje ahora mismo o será descalificado del examen.

—¿Eh?

No necesitó repetirlo. Su mirada me alcanzó con la fuerza de una condena silenciosa.

—Voy —dije, sin emoción, sin pausa.

Reginald suspiró, como si el aire le pesara. Yo bajé, obediente, y subí de nuevo a la plataforma.

—Espero que recuerdes las reglas —dijo, sin ocultar su molestia. Sabía que si me atrevía a decir que no, sería como lanzarme al fuego antes del verdadero combate.

—Sí. Las recuerdo —respondí, asumiendo la posición.

—Bien. No me interesa qué tipo de magia uses. Solo resiste —dijo mientras se alejaba, tomando posición al otro extremo de la plataforma.

Estiró sus manos. Chispas comenzaron a nacer de sus palmas, tenues al principio, luego más furiosas. Y sin más preludio, un disparo de fuego cortó el espacio entre nosotros.

Era rápido. Voraz. Cargado de maná hasta el borde.

No había tiempo para preguntarme qué debía hacer. Solo quedaba actuar. Sentí la electricidad recorrer mi cuerpo como un viejo reflejo, uno que ya conocía el terreno.

Todo se volvió un poco más lento. Estiré las manos y canalicé Syrix. Control sanguíneo. Coagulación instantánea. Una capa densa y compacta cubrió mis brazos, una barrera de carne endurecida para contener el embate.

El fuego me alcanzó. El rugido se estampó contra mí. Sentí el peso de la mirada de Isolde, fija. Preocupada. ¿Tan peligroso era esto? ¿O había algo más en su mirada que no alcanzaba a decirme?

Solo tenía que resistir unos minutos más. Lo tenía bajo control. O eso me repetía.

Hasta que Reginald decidió cambiar las reglas.

El calor aumentó. La presión se hizo insoportable. El fuego se volvió más denso, como si llevara rabia encapsulada. La electricidad que me protegía comenzó a disiparse, y mi Syrix... se agotaba. Rápido. Demasiado rápido.

No había más margen. Tenía que actuar. Tenía que cruzar esa línea.

Usé maná.

Comencé a canalizarlo, aun sabiendo que el mío no era tan estable como el de los demás. Era arriesgado. Probablemente imprudente. Pero el cuerpo tiene una forma de saber cuándo el cálculo importa menos que la supervivencia.

Recubrí todo mi cuerpo en sangre coagulada. Era tosco, rudimentario, pero eficaz. Una armadura viviente.

Y entonces, el fuego se disipó.

Caí de rodillas.

El calor aún reptaba por mi piel como una serpiente invisible, aferrándose a mis músculos cansados, negándose a abandonar su presa. Todo mi cuerpo vibraba, no por dolor, sino por el eco del maná que me había consumido desde dentro.

—Jajaja. Veo que realmente te esforzaste —la voz de Reginald me llegó entre la bruma, ligera, casi burlona, mientras se acercaba con pasos seguros—. Perdón, me emocioné un poco. Me detuve antes, así que eso no debió haberte causado daños graves. Gracias a Dios que eres realmente bueno. Lo que se espera del hijo de Elías y Erika. Espero que Isolde resista igual.

Me reí internamente. Eso fue detenerse. Entonces, ¿cómo se vería si no lo hiciera?

—Uff… Uff…

—Wow. Sí que estás agotado. Ya puedes bajar de la plataforma.

Su voz cambió abruptamente:

—¡Isolde Equidna D'Arques! ¡Es tu turno!

Me levanté como si mis piernas ya no fueran parte de mi cuerpo. Caminé, no por voluntad, sino porque el deber me lo exigía. Al pasar junto a Isolde, le murmuré lo único que importaba:

—Ese tipo se volvió loco. Refuérzate con todo el maná que tengas usando coagulación de sangre. Si Reginald aumenta la intensidad como lo hizo conmigo, va a hacerte daño.

—Entiendo. Tendré cuidado —respondió con firmeza.

Sus palabras eran tranquilas, pero yo conocía ese tono: determinación disfrazada de calma. No era valentía… era aceptación. Y eso me inquietó aún más.

Volví a mi asiento en las gradas, la respiración aún entrecortada.

—¿Estás bien? —preguntó Gareth.

—Sí… eso creo. Solo estoy cansado. Gracias por la preocupación —le respondí, aún con el cuerpo que temblaba por dentro—. Ahora veamos qué hace Issy.

—Bien.

Mis ojos no se despegaron del centro de la plataforma. Reginald alzó una mano. Las chispas renacieron. Luego, el fuego. Implacable. Veloz. Cargado de una intención muy clara.

Vi a Isolde levantar las manos, su maná envolviéndola mientras la sangre se coagulaba a su alrededor. Luego… fue tragada por las llamas. Literalmente.

Por primera vez, entendí por qué me había mirado así cuando fue mi turno. Esa mirada... no era por miedo a que yo fallara. Era por saber, de antemano, lo que venía.

El fuego llegó hasta nosotros, hasta las gradas. No era normal. No debía ser así.

Volví mi mirada hacia Reginald. Él sonreía.

Y como si hubiera notado mi mirada —estoy seguro de que lo hizo—, aumentó la intensidad de las llamas. El fuego cambió de tono: de naranja a rojo profundo, como sangre hirviendo. El aire mismo comenzaba a ondularse por el calor.

Miré hacia donde debía estar Isolde, pero las llamas lo ocultaban todo... hasta que vi el humo.

Un humo denso, blanco, que se alzaba lentamente.

Lo reconocí de inmediato. El tipo de humo que solo se produce cuando el hielo cede ante temperaturas insoportables. El contraste era perfecto: hielo contra fuego. Ella estaba usando Syrix.

Me levanté, con el cuerpo aún entumecido. Estaba listo para saltar a la plataforma, detener lo que sea que Reginald estuviera haciendo, cuando sentí las manos.

Una en mi brazo: Gareth.

La otra: Leonard, silencioso hasta ahora.

Ambos me negaron con la cabeza. Sin decir una palabra, me sujetaron al presente.

Me senté de nuevo, pero algo dentro de mí no pudo. Mis manos comenzaron a jugar entre sí. Mi pierna no dejó de moverse. La ansiedad me carcomía los huesos, como un insecto oculto que solo sale cuando el humo es más espeso.

El fuego no cedía. El humo, sin embargo, comenzaba a cambiar de forma. Se hacía más espeso. Más persistente. Entre las llamas, vi cristales de hielo surgir como una respuesta lenta pero firme. Isolde estaba resistiendo. Y lo hacía con ingenio. El hielo comenzaba a apagar parte del fuego, generando agua, contrarrestando poco a poco la magia de Reginald.

Pero eso no podía durar. Y no duró.

De repente, sin aviso, todo terminó. El fuego desapareció como si hubiera sido succionado de golpe. El hielo se deshizo. Y allí, entre el vapor residual, vi a Isolde.

Cayó al suelo, agotada. Justo como yo.

Solté un suspiro. No uno cualquiera. Fue como si al fin hubiese liberado el nudo que me presionaba el pecho desde que esto empezó. Incluso sudé. El sudor frío de la tensión contenida. Maldito seas, Reginald.

No por lo que hiciste, sino por cómo lo hiciste. Por la manera en que juegas con los hilos invisibles del nerviosismo.

Leonard me dio un par de palmadas en la espalda. No dijo nada, pero bastó el gesto. Quizás quería tranquilizarme. Tal vez solo marcar su presencia, como si me recordara que él también sigue aquí...

Alcé la mirada. Isolde se acercaba. Di un paso al costado, dejándole espacio. Se sentó a mi lado, con esa sonrisa suya que parece haber nacido del mismo sol, y que a veces —solo a veces— me hace olvidar el caos. Le devolví la sonrisa, aunque la mía llevaba las arrugas de la preocupación.

—¿Estás bien? —le pregunté, midiendo la tensión en su respiración, la rigidez en sus hombros.

—Sí. Solo un poco de dolor en los brazos. Nada grave —respondió mientras se masajeaba la muñeca, como si el cuerpo no fuera más que una herramienta que se ajusta sola.

Extendí las manos, dudando apenas un instante.

—Déjame aliviar el dolor.

Puse mis palmas sobre su muñeca. Concentré el Syrix. Esperé la chispa. El indicio. El susurro de poder en movimiento.

Pero nada.

Ni un solo destello. Ni el más leve temblor de Syrix.

Fruncí el ceño y repetí el intento, esta vez con más fuerza, como si la voluntad pudiera compensar el agotamiento. El resultado fue el mismo: nada. Un vacío tangible.

—Lucy, está bien. Deberías descansar. Tu maná está agotado —me dijo Isolde con suavidad, acariciando mi mano. La calidez de su gesto contrastaba con la frialdad de mi impotencia. La miré. Seguía sonriendo. Como si el mundo no estuviera desmoronándose a mi alrededor.

—Bien… —murmuré, forzando una sonrisa. Pero era una sonrisa incompleta. La clase de gesto que uno hace cuando ya no queda otra cosa por ofrecer.

—Si quieres, yo lo hago —intervino Gareth con su eterna voluntad de ayudar.

—Mejor déjalo así —respondí, con una mirada lo suficientemente filosa como para hacerlo retroceder en su intento.

—Jaja… Gracias, pero puedo hacerlo sola —dijo Isolde, intentando que la situación no se volviera más incómoda —. A veces pienso que Lucy se preocupa demasiado por mí.

—Bueno… ese es mi trabajo como hermano mayor.

—¡Vamos, Issy! Sabes que nací dos minutos antes que tú. ¿Eso no me convierte en la mayor?

—No, no. Eres demasiado descuidada todavía. Yo soy más responsable. Eso me convierte en el mayor. Mentalmente, claro.

Ella hizo un puchero y desvió la mirada hacia su mano, colocando la palma contraria sobre su muñeca, comenzando a concentrar su maná.

—Lo aceptaré… pero eso es trampa.

La observé en silencio. Su felicidad… me calmaba. Era una mentira necesaria en medio de una verdad sofocante.

—¡Leonard Da'Dufflain! ¡Es su turno! —gritó Reginald, interrumpiendo la tregua que habíamos construido.

Leonard se levantó y descendió con una naturalidad que rayaba en la indiferencia. Sin temor. Sin ceremonia. Como si todo esto no fuese más que una molestia pasajera.

Reginald, sin previo aviso, liberó la llamarada.

No fue gradual.

Fue un rugido. Un alarido de fuego rojo que devoró el aire. No era el habitual tono amarillo.

Era rojo desde el inicio. Un uso desmedido de maná. Peligrosamente excesivo. ¿Eso estaba bien? No. En absoluto. Reginald estaba cruzando un límite que ni siquiera había sido nombrado aún.

—Okay… Eso realmente me confirma que solo gané por suerte —dije, protegiendo mis ojos del viento abrasador que nos azotó.

—No te rebajes tanto, Issy. Ganaste justamente —respondió Isolde, también cubriéndose los ojos.

—Supongo que este es el tipo de prueba que le dan a alguien que consideran un monstruo prodigio —gritó Gareth, su voz arrastrada por el rugido del fuego —. Aunque no creo que hayas ganado por suerte. Fue tu estrategia. Jugaste bien.

—Eso… me anima un poco. Pero no entiendo qué quieres decir con 'monstruo'.

La llamarada se extinguió tan abruptamente como comenzó, revelando a Leonard entre las brasas.

De pie, ileso. Sin señales de fatiga. Sin una sola gota de sudor.

¿Qué hizo exactamente?

No lo sé. Quiero entenderlo… pero sin una pista, todo se convierte en un laberinto sin salida.

—Yo te explico —dijo Isolde, respondiendo a lo de llamar a Leonard 'monstruo' —. Según lo que Gareth me dijo, Leonard es un chico problema de la parte occidental del reino. Incluso para él. ¿No crees que podría ser tan fuerte como Alicia?

La pregunta quedó flotando. Era válida, y me incomodaba.

Porque dudar es el primer paso hacia una verdad incómoda. Y Alicia… Alicia no era alguien con quien uno se comparará a la ligera.

Me tomé la molestia de responder, aunque el eco de mis pensamientos sonaba más fuerte que mi propia voz.

—Puede ser… Sin embargo, no me pareció que Leonard diera todo de sí. Más bien, parecía contenerse deliberadamente. Como si la batalla no lo mereciera. Si estoy en lo cierto, entonces es más fuerte que Alicia… y si me equivoco, bueno, no sería la primera vez.

—Entiendo —fue todo lo que dijo.

—¡Gareth Rex Sauructe! ¡Es su turno! —gritó Reginald, con la teatralidad de quien disfruta ser el centro de atención. Gareth se levantó con desgano y caminó hacia la plataforma como si ya supiera el resultado.

Su combate fue una decepción absoluta. Ni siquiera se molestó en fingir esfuerzo. Hubiera querido creer que lo compensaría con la prueba defensiva, pero incluso eso empezaba a parecer una ilusión demasiado optimista.

Gareth se colocó en posición. Reginald alzó el brazo y murmuró algo que mis oídos no alcanzaron a captar. No porque estuviera lejos, sino porque algo lo volvió inaudible. No obstante, Gareth asintió, como si sus palabras hubiesen sido muy claras.

Desde las manos de Reginald comenzaron a surgir chispas. Luego, el fuego irrumpió como una ola indomable, una llamarada brutal dirigida directamente contra Gareth. El fuego lo envolvió por completo. Cualquiera habría pensado que se trataba de una ejecución. Pero entonces lo vi: un destello apenas perceptible, un fulgor que no se rendía ante las llamas. Aquella luz era la verdadera defensa. No Gareth.

Reginald intensificó su conjuro. El fuego rugía ahora con más violencia.

—Eso ya parece excesivo… —murmuré, cubriéndome los ojos con el antebrazo.

—¿Qué demonios es esa luz? —preguntó Isolde, su rostro oculto tras los brazos. La confusión era palpable incluso sin verle los ojos.

—Es magia de absorción —dijo una voz a mi lado.

Giré. Leonard. No tenía idea de cuándo había llegado.

—¿Desde cuándo estás aquí?

—No hace mucho. Pero estabas demasiado centrado en la prueba como para notarlo —respondió sin inmutarse. Su rostro, inexpresivo como siempre, me resultaba irritante.

—¿Y eso qué importa? ¿Magia de absorción, dijiste?

—Sí. No es tan complicado. Absorbes el maná del entorno… o del oponente. En lugar de perder energía, la acumulas.

—Pero tú… no mostraste ese destello. Y saliste ileso.

Sin decir palabra, Leonard se subió la manga y mostró una pulsera simple. No llevaba nada más, como si hubiera apostado todo a ese único objeto.

—Esta pulsera canaliza la absorción de maná. Solo hay que orientarla hacia la fuente de magia y hace su trabajo.

—Ya veo…

Asentí en silencio. No valía la pena seguir interrogándolo. Mejor sería consultar las Escrituras de Paradoja más tarde. Si algo he aprendido, es que las respuestas inmediatas suelen tener más veneno que verdad.

El fuego se disipó por completo. Gareth bajó de la plataforma como si nada hubiera ocurrido. Ni una quemadura. Ni un atisbo de cansancio. La arrogancia impregnaba cada paso suyo. Y eso que apenas lo conocía.

—Eso fue genial —dijo Isolde, sonriendo.

—¿De verdad? Bueno… ¿qué esperaban de mí? —respondió Gareth, inflando el pecho con un orgullo que no se había ganado.

—…

—¿Y ahora qué? —pregunté.

—¿Cómo que qué? —replicó Gareth.

—Sí. Ya terminamos. No queda nada más que hacer…

—Y tienes toda la razón, Lucius —dijo Reginald, apareciendo justo detrás de nosotros, como un mal hábito que no puedes erradicar.

—¡Tienes que dejar de hacer eso! ¡Casi te golpeo! —grité, sobresaltado.

—A mí me parece gracioso —comentó Isolde, divertida.

Leonard, por supuesto, ni siquiera parpadeó. Y Gareth, no sabía exactamente lo que hacía, más que mirar el cielo como idiota.

—Qué emocionante. Bueno, el motivo de mi aparición no es el susto —dijo Reginald, uniendo los dedos como si estuviera a punto de narrar una tragedia—. Ustedes cuatro fueron los primeros en completar las pruebas. Sin embargo, hay un pequeño… detalle. En el combate cuerpo a cuerpo, Lucius venció a Leonard. Pero en la prueba defensiva, Leonard lo superó ampliamente. Si están de acuerdo, podríamos igualar los resultados para…

—¿Estás diciendo que existe la posibilidad de que ambos aprobemos? —interrumpí, sin poder ocultar la sorpresa.

—Oye, no me robes las líneas. Es de mala educación interrumpir a tus mayores. Pero sí, tienes razón. Si están de acuerdo, ambos recibirán la misma calificación de rango.

—¿Calificación de rango?

—Por decirlo así… representa el nivel de fuerza asignado. Determina cuán intensas serán sus clases de combate durante el curso.

—Estoy de acuerdo —dije.

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