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Chapter 30 - Promesas no Ditas

—Debería agradecerte por eso —dijo Leonard, caminando detrás de mí con ese tono neutro tan suyo, como si lo que acababa de pronunciar fuera tan trivial como comentar el clima.

El examen de admisión había terminado. Pasamos los cuatro. Un resultado que, honestamente, aún me cuesta asimilar. Había decidido ayudar a Leonard; no porque esperara gratitud, sino porque me parecía inaceptable dejarlo fuera. La educación… la educación era importante. O al menos eso me repetía a mí mismo.

Irónico. En mi vida pasada nunca me tomé en serio la educación. Sí, era inteligente. Sí, era brillante. Pero usé ese intelecto con un propósito que solo ahora, con esta segunda oportunidad, me atrevo a catalogar como abominable. Conocimientos médicos utilizados no para salvar, sino para destruir. Experimentos sin ética. Horrores clínicamente precisos. Una parodia de ciencia al servicio de un asesino.

—Si no fuera por ti, seguro no habría pasado el examen —añadió Leonard, sin que su rostro revelara emoción alguna.

—No me lo agradezcas. Nadie debería ser privado de la oportunidad de estudiar —dije, sin detener el paso.

Y lo creía. Al menos en esta vida, había decidido aferrarme a ciertos principios. Uno de ellos era no repetir las mismas elecciones que me arrastraron al vacío la última vez.

Leonard asintió, breve y silencioso. Cuando llegamos a la puerta de la academia, los caminos comenzaron a bifurcarse. Cada uno volvería a su mundo por separado. Salvo Isolde y yo, que nos habíamos comprometido a esperar a Alicia.

—¿Van a quedarse? —preguntó Gareth, ya girando sobre sus talones con esa despreocupación casi ofensiva que lo caracterizaba.

—Sí. Tenemos que esperar a alguien antes de irnos —respondió Isolde, sentándose a la sombra, donde las secuelas del fuego en la prueba de defensa no le seguirían quemando la piel.

—Ya veo. Bueno, entonces me iré junto a Leonard. Nos vemos el primer día de clases —dijo Gareth, levantando una mano en despedida antes de desaparecer entre la multitud. Leonard lo siguió sin decir una palabra más.

Me senté junto a Isolde, también bajo la sombra. El cuerpo me dolía, aunque no tanto como para impedirme pensar. Las pruebas habían sido más exigentes de lo que esperaba. Si eso era solo el umbral, no quería ni imaginar el poder real de los Sargentos Generales. Monstruos... humanos solo en apariencia.

Ese pensamiento trajo consigo otro, como una sombra arrastrando otra más oscura. Mi padre. También tenía el potencial para ser uno de ellos. Lo que significaba que, en combate, era un monstruo por derecho propio. Tal vez por eso se negó a entrenarme aquella vez. Yo era demasiado pequeño entonces. Un solo golpe suyo probablemente me habría matado. Comprensible, aunque no menos frustrante.

Suspiré y apoyé mi cabeza en el hombro de Isolde. Un gesto que no requería palabras.

Quería pasar más tiempo con ellos. Con nuestros padres. En mi vida anterior, la palabra "familia" era poco más que un eufemismo para la negligencia emocional. No hace falta repetirlo. Ya lo he hecho demasiadas veces. Pero en esta vida, con padres protectores, amorosos… la ironía es que apenas había tenido tiempo real con ellos. Tal vez cuando era un bebé, sí. Pero en ese entonces yo no tenía voz, ni pensamientos propios. Solo hambre, llanto y sueño. Esa clase de cercanía no cuenta.

Supongo que concentrarse en los estudios y el entrenamiento tiene su costo. Uno se acostumbra a la distancia, hasta que se convierte en vacío. Y ese vacío, eventualmente, duele. Tenía que solucionarlo. Isolde también. No quería que ella terminara apartada de ese afecto por mi culpa. No ahora.

—¿Por qué tardará tanto? —preguntó Isolde, tomándome de la mano y apoyando su cabeza sobre la mía.

—Supongo que se retrasó —murmuré, más para calmarla que porque lo creyera —. Aunque, ahora que lo pienso… no la vi en ningún momento durante las pruebas. Quizá el rey la está reteniendo.

—Debe ser difícil ser hija de alguien tan importante —musitó Isolde, con una preocupación que no disimuló.

Esa preocupación me molestó. No por ella. Por mí. Era egoísta, lo sé. Pero quería ser el único en su radar emocional. Que el centro de su mundo no se desviara hacia otros satélites. Aun así, no podía hacer nada al respecto. Ni debía.

—¿Quieres seguir esperando? —pregunté, enderezándome.

—Solo un rato más. Si se hace muy tarde, nos vamos.

Asentí. No había nada más que agregar. Así que nos quedamos allí, en silencio. Dos sombras entre sombras. Esperando a Alicia.

Aunque, como era de esperarse, ella no llegó.

Pasaron los minutos. Quizá media hora. Tal vez más. El tiempo se volvió una secuencia borrosa de silencios compartidos. Poco a poco, los estudiantes que habíamos visto en las pruebas comenzaron a salir de la academia. Uno tras otro, arrastrando los pies como soldados que regresan del frente.

Algunos sonreían, otros fruncían el ceño, y varios simplemente caminaban con la mirada vacía, como si hubiesen dejado una parte de sí dentro del campo de pruebas. No hacía falta ser demasiado observador para saber quiénes habían reprobado. El fracaso tiene una forma muy específica de moldear la postura.

Y entonces, como si fuera el cierre oficial de la jornada, apareció Reginald.

—No esperaba verte aquí —comentó, acercándose a mí con una familiaridad que no dejaba espacio para protocolos.

Me llevé un dedo a los labios, indicándole que guardara silencio. Isolde dormía, su cabeza descansando suavemente en mi regazo. La tranquilidad de su rostro, iluminado parcialmente por la luz del atardecer, contrastaba con el agotamiento que cargábamos todos. Había algo reconfortante en verla así. Inofensiva. Serena. Mía, al menos por ahora.

—Perdón —susurró Reginald, bajando el volumen de su voz al comprender la escena —. ¿Por qué no van a casa?

—Estamos esperando a Alicia. Pero después de ver salir a todos, me temo que ella no vendrá —dije mientras mis dedos recorrían con calma el cabello de Isolde. Un acto automático. Casi ritual.

—¿La están esperando? Pero si se fue hace como una hora y media. Se retiró durante las pruebas. ¿No la viste? Ah, claro… justo en el momento en que estabas peleando. Pasó rápido. Nadie se fijó demasiado.

—¿De verdad? Bueno… entonces supongo que será mejor regresar —murmuré, reprimiendo la punzada de decepción.

Habíamos esperado. No por necesidad, sino por la promesa de un reencuentro. Y al final, Alicia se fue sin decir nada. No me molestaba el acto en sí; lo que me fastidiaba era no saber la razón. Aunque si fue convocada por el rey antes de las pruebas, entonces algo debía haber sucedido. Algo más allá de lo que nos corresponde entender.

—Déjame ayudarte. Debes estar agotado —dijo Reginald mientras tomaba a Isolde en brazos con una suavidad sorprendente. Cuidó cada movimiento para no despertarla.

—¿Y de quién crees que es la culpa? —repliqué con tono neutro, sin ocultar la ironía.

—Jajaja. Vamos, no puedes estar molesto conmigo. Sabía que soportarías el calor. Eres más duro de lo que aparentas.

Suspiré. No valía la pena discutirlo. Había cosas más importantes que reproches sin peso. Caminamos juntos, comenzando el trayecto de regreso a casa.

—¿Por qué fuiste tú quien dirigió las pruebas? —pregunté sin rodeos. Me intrigaba.

—¿Por qué? Bueno, fue un pedido del rey. Hubo ciertos problemas y el director no pudo asistir. Me tocó reemplazarlo para no retrasar el examen.

—Ya veo. Aunque hubiera sido interesante conocer al director.

Y lo pensaba sinceramente. Una figura de autoridad más. Otro rostro al que estudiar. Otro nombre que memorizar. Me hubiera gustado observar sus gestos, deducir su carácter, anticipar sus decisiones.

—No te preocupes. Durante las clases, él será tu instructor de combate.

Ah. Olvidemos lo especial. Parece que no será una figura tan distante, después de todo. Otro mito derrumbado antes de nacer.

—¿En serio?

—¡En serio! Aunque te advierto: será implacable. El objetivo es que el crecimiento sea rápido. Sin concesiones. Sin pausas.

—…

Me sumí en un breve silencio. Entrenamientos duros, ¿eh? Lo deseaba. Lo necesitaba. Nuestros entrenamientos anteriores habían sido efectivos, sí, pero siempre medidos. Siempre seguros. Si este nuevo régimen era más exigente, entonces los resultados también lo serían. Más resistencia. Más fuerza. Más control.

Y más cansancio. Aunque en este caso, el agotamiento era una inversión, no una pérdida.

—Vaya, sí que viven lejos de la academia —se quejó Reginald, con ese tono jovial que parecía no alterarse jamás.

Y no mentía. Aunque avanzábamos por las sombras proyectadas por las casas altas, el calor de la multitud nos envolvía como una manta húmeda. El aire estaba saturado. Las calles, rebosantes. A pesar del esfuerzo de los Centinelas por mantener el orden, parecía que la ciudad misma respiraba con dificultad.

Domingo. El día de las compras. Había escuchado que, en este distrito, una panadería vendía un tipo de pan exclusivo solo este día. Algo aparentemente absurdo. Hasta que lo probé.

La primera vez que madre lo llevó a casa, no pensé mucho en ello. Un trozo de masa horneada, eso era todo. Pero bastó un bocado para comprender por qué la gente hacía filas bajo el sol. Su sabor tenía algo reconfortante. Familiar. Adictivo.

Uno no espera que lo simple se vuelva irrenunciable.

Pero supongo que así es la vida.

Seguimos caminando unos minutos más. No tiene sentido narrar cada paso de un trayecto anodino. El camino fue lo que tenía que ser: irrelevante, silencioso, carente de giros o estímulos. A veces, la vida se encapricha en imitar la monotonía de una línea recta.

—¿Entonces aquí es donde viven? —preguntó Reginald al detenerse frente a nuestra casa.

Observó la fachada con una expresión que oscilaba entre la duda y la crítica estética. Gótica, oscura, de líneas afiladas y proporciones contenidas. Dos pisos. Imponente para algunos, pequeña para otros. Bastante apropiada para alguien que carga con una vida pasada, secretos presentes y un futuro incómodo.

—Así es —respondí sin adornos.

—¿No es demasiado pequeña? Quiero decir, en algún momento van a crecer y van a ocupar más espacio. Creo que Erika y Elías no previeron que tendrían gemelos.

—Supongo que no puedes prever cuántos hijos tendrás después del sexo y un embarazo.

El silencio posterior fue revelador. Tardó unos segundos en procesar lo que había escuchado.

—¿Qué? Espera, ¿cómo sabes sobre eso…?

No valía la pena dignificar esa pregunta con una respuesta. Crucé el umbral y abrí la puerta.

—¡Ya regresamos! —anuncié con una voz lo suficientemente fuerte como para ser escuchado desde la cocina, pero sin demasiada energía. Solo formalidad.

No hubo respuesta inmediata. En cambio, madre apareció en el vano de la puerta. Llevaba puesto su delantal, con restos de agua en las manos. Probablemente acababa de terminar con los trastes.

—¡Bienvenidos, mis pequeños gemelos! ¿Cómo les fue…?

Se interrumpió de golpe. Su mirada no me buscaba a mí, sino al que venía detrás. Reginald. Y lo que vi en su rostro fue... nostalgia. Una emoción densa, que ni los años ni el tiempo parecen haber diluido del todo.

—Oh… Qué sorpresa verte de nuevo —dijo madre, serena, aunque la voz le temblaba sutilmente en los bordes.

La confusión me atrapó por un instante. ¿"De nuevo"? ¿Hace cuánto no se veían?

—Supongo que ha pasado algo de tiempo —dijo Reginald, con una media sonrisa cargada de incomodidad.

—Sí, así es… Por favor, pasa. Elías llegará en unos minutos, así que, si quieres, podemos ponernos al día.

—No me gustaría molestar. Solo vine a ayudar a Lucius.

Ajá. Excusas diplomáticas, torpes y mal disimuladas. Si no querías molestar, no te habrías quedado parado en la entrada como un niño apenado. Pensé en decirlo. No lo hice. En cambio, me coloqué detrás de él y lo empujé suavemente.

Se giró, frunciendo el ceño.

—¿Por qué me empujas?

—Deja de ser tan indeciso y ponte al día con madre. Dame a Isolde. Después bajo.

—¿Eh? E-está bien…

Parecía que su lengua estaba a punto de tropezar con sus propios recuerdos. Torpe, tímido… ¿Cuánto tiempo había pasado realmente desde la última vez que se vieron? ¿Y qué ocurrió en ese intervalo para que el reencuentro estuviese teñido de tanta tensión mal disimulada?

Había preguntas, sí. Pero en ese momento, mi prioridad era Isolde.

Me la entregó con cuidado. La sostuve contra mí, liviana, como si fuera un fragmento de algo irremplazable. Caminé en dirección a nuestra habitación. Escuché a madre y Reginald ir hacia la cocina, sus pasos amortiguados por la madera.

Abrí la puerta del cuarto. Estaba frío. Las ventanas seguían abiertas, y aunque el invierno aún no era oficial, su aliento ya se colaba por las rendijas.

Cerré la puerta tras de mí.

Llevé a Isolde hasta la cama. Su respiración era suave, acompasada. El tipo de respiración que solo aparece cuando el cuerpo se permite bajar todas sus defensas.

La cubrí con la cobija. La observé en silencio durante unos segundos.

Había algo profundamente inquietante en esa escena tan doméstica. Como si por un momento me hubiera olvidado del peso de mi otra vida. Del eco de mis errores. De los cuerpos. De los cuchillos. De la sangre.

Sonreí. Apenas.

Mis dedos se deslizaron por su cabello. Un gesto inútil, pero necesario. Luego me incliné y le dejé un beso en la frente. Uno silencioso, como los que se dan en los sueños.

Fui hasta las ventanas y las cerré. El crujido del marco fue lo único que interrumpió el silencio glacial del cuarto.

Después de eso, salí y me dirigí a la cocina.

Me encontraba completamente fuera de lugar.

Lo sabía. Cada fibra de mi cuerpo me lo susurraba, como un murmullo molesto que no cesa. No debería estar aquí. Era un intruso en un momento que no me pertenecía, una sombra que se había colado entre las grietas de una historia ajena.

La conversación entre madre y Reginald no solo parecía privada. Era sagrada. Casi como si, al presenciarla, estuviera profanando un recuerdo enterrado demasiado tiempo atrás.

Y aun así… ahí estaba. Sentado. Rígido. Viéndolos desde mi silla, con los brazos cruzados y una mueca que ni siquiera intentaba disimular.

—Entonces… ¿cómo has estado? —preguntó madre. Su voz era la de alguien que no sabía por dónde empezar. Como quien abre un libro a la mitad y encuentra páginas en blanco.

—He estado bien… Solo un poco ocupado —respondió Reginald, desviando la mirada como si el suelo fuese más digno de atención que el rostro de mi madre.

Silencio. Esa clase de silencio que no incomoda por lo que oculta, sino por lo que recuerda. Los días pasados. Las palabras que no se dijeron. Las promesas rotas.

Y yo, ahí. Un espectador obligado. Un cuerpo que respiraba en medio de un cruce de emociones que no me correspondían.

Hasta que la puerta de casa se abrió.

—¡Ya volví! —gritó padre desde la entrada, su voz grave como el eco de un tambor antiguo.

Sus pasos, tan familiares, retumbaron por el pasillo hasta que entró en la cocina. Lo vi detenerse. Vi cómo sus ojos se detenían en Reginald. Y vi, también, cómo los míos dejaron de existir para él.

Avanzó sin decir nada y se sentó junto a madre. La madera crujió bajo su peso. Y luego, otra vez, el silencio. Solo el viento del exterior, colándose por las rendijas, se atrevía a llenar el espacio entre ellos.

—Es una grata sorpresa… —dijo al fin, con una voz apenas audible, como si aún no pudiera creer lo que tenía ante sí.

Reginald bajó la mirada. El tono de su sonrisa era el de quien carga con una condena.

—¿Cómo has estado?

—Bien… Ha pasado tiempo desde la última vez que nos vimos, ¿no es así?

—¿"Un tiempo"? Han pasado dieciséis años —dijo padre, con una mezcla de reproche y asombro—. ¿Dónde estuviste todo este tiempo?

—Aquí. En el reino. Solo que… escondido. Trabajando para el rey.

Padre frunció el ceño. Lo vi jugar con sus dedos. Un gesto que heredé sin querer. Un mecanismo de contención emocional. Un hábito que dice más que mil palabras.

—¿Para el rey? Pero si yo estoy a su lado todo el tiempo. ¿Cómo es que nunca noté tu presencia?

—Solo me reúno con él por las noches —respondió Reginald—. Para discutir sobre nuevos inventos. Las exportaciones de purificadoras de agua y otros proyectos han aumentado últimamente.

—Sí… lo noté. Pero dime… si estuviste todo este tiempo aquí… ¿por qué no pasaste a saludar?

Y ahí, justo ahí, el silencio cambió. Dejó de ser incómodo para volverse doloroso.

Reginald no respondió de inmediato. Su mirada se clavó en la madera de la mesa como si ahí pudiera encontrar el valor. Apretó los labios. Sus dedos temblaban levemente.

En ese momento me pregunté algo absurdo.

¿Era tan invisible como creía? ¿Tal vez me quedé tan quieto que realmente nadie notó que estaba allí? Como Drax en Guardianes de la Galaxia. Una presencia inmóvil, confundida con el fondo. Un mal chiste… pero uno que se sentía incómodamente real.

Y luego vino la confesión.

—Después de que me fui… por la culpa de la muerte de Lyla… simplemente decidí no acercarme más. Creí que sería peligroso.

Lyla. Un nombre. Solo eso. Pero arrastraba consigo una sombra que no dejaba pasar la luz.

—Oye. Eso no fue tu culpa, ¿entiendes? —dijo padre, con un intento débil de consuelo.

—Eso mismo dijiste hace diecisiete años… —Reginald forzó una sonrisa, pero su voz ya estaba rota—. Pero la culpa no se va de la nada.

Lo entendí.

No de forma superficial, no como quien finge empatía. Lo entendía. Porque la culpa no se arrastra como una cadena. Se aloja en el pecho como una herida que no sangra, pero tampoco cierra.

No se trataba de una sola muerte. En mi caso… fueron cuarenta y dos. Y cada una de ellas seguía hablando desde algún rincón de mi conciencia. Algunas con susurros. Otras, con gritos.

—Fue culpa mía… Si tan solo hubiera seguido el plan a la perfección, tal vez ese maldito dragón…

—Detente —interrumpió madre, firme, cortante, con una tristeza que dolía más que cualquier regaño.

Reginald pareció encogerse en su silla. Estaba al borde de romperse. Era evidente.

—¿Por qué echarte la culpa de todo? Recuerda que mi trabajo era cubrirle la espalda… y yo… simplemente le fallé.

Y ahí lo supe.

Los tres compartían una herida. Tres personas. Tres versiones de un mismo fracaso. Y en el centro de todo, la ausencia de Lyla, tan presente como si aún estuviera sentada con nosotros.

Yo me mantuve callado. No por respeto. No por prudencia. Sino porque, por una vez, comprendí que mis palabras no podían añadir nada.

Solo observé. Como un testigo en un juicio sin jueces. Como un fantasma que alguna vez también cargó con el peso de los muertos.

—Y yo… —dijo padre, la voz rota como una piedra que se quiebra al cargar con demasiados inviernos—. Se suponía que debía alejar a ese dragón de allí.

Su confesión flotó en el aire como una sentencia. En él, el dolor parecía aún más antiguo, más incrustado. Sus ojos se humedecieron, traicionándolo. Y por un momento creí que cedería. Que la culpa terminaría por desbordarse.

Pero entonces… se escucharon pasos.

Pequeños. Delicados. Como si cada uno acariciara el suelo con ternura.

Ya sabía quién era.

Porque toda mi atención, toda mi existencia, gira en torno a ella. Isolde.

Mi mundo.

Apareció en el umbral, frotándose los ojos con la palma. Una sábana colgaba de sus hombros como un manto improvisado, una especie de escudo infantil que la hacía parecer aún más pequeña.

—¿Lucy? —preguntó, aún somnolienta, mientras me acercaba a ella.

—¿Qué haces? ¿No estabas durmiendo? —le dije, bajando la voz al nivel de su inocencia.

Acaricié su cabeza, y acomodé la sábana sobre sus hombros. Ni siquiera se había molestado en quitársela antes de salir de la cama. Una costumbre suya… como si la frontera entre sueño y realidad no existiera para ella.

—¿Isolde? ¿Qué pasa, cariño? —La voz de madre se quebró mientras se acercaba y la tomaba en brazos.

Yo solo las seguí. Como siempre lo hacía. Como necesitaba hacerlo.

No quería separarme de Isolde. No podía. Ella era la única ancla en esta vida turbulenta, el único ser humano cuya existencia no me recordaba a la muerte.

—¿Qué haces, mamá? —preguntó Isolde, adormilada, su cabeza apoyada en el hombro de madre.

—Nada, amor. Solo… conversábamos.

—¿De verdad? ¿Y por qué estás llorando?

Isolde, sin saberlo, acarició la herida de madre con dedos pequeños y voz transparente. Acercó su mano al rostro de ella, limpiando sus lágrimas con la misma naturalidad con la que se respira.

Fue entonces cuando me descubrí apoyando la cabeza en el regazo de madre.

Ella, por simple reflejo, comenzó a acariciarme el cabello.

Y yo… me quedé inmóvil.

Nunca lo había dicho. Tal vez porque era absurdo. O porque, de alguna forma, sentía que admitirlo lo haría real. Pero este cuerpo —el cuerpo de un niño— aún reacciona como tal. Hay cosas que no se olvidan, incluso cuando ya se ha vivido una vida entera. Como el consuelo de una caricia. O el calor que, en mi otra vida, venía acompañado de… otras cosas. Más oscuras. Más turbias.

Pero aquí… era distinto.

—¿Tío Reginald? ¿Qué haces aquí? —preguntó Isolde, como si acabara de notar su presencia.

Reginald, hasta entonces mudo testigo, sonrió. Una sonrisa discreta, herida. Se limpió la lágrima que comenzaba a resbalar por su mejilla.

—Nada importante. Solo un reencuentro que debí hacer hace mucho tiempo. ¿Qué haces despierta? Me esforcé demasiado para traerte sin despertarte.

—No cuenta cuando fui yo el que te pidió silencio —dije sin pensar, demasiado acostumbrado a nuestras charlas informales.

Me mordí la lengua mentalmente. El hábito.

—¿Papá? Pensé que ibas a llegar más tarde —dijo Isolde, girando hacia él con esa mezcla de ternura y sorpresa que solo los niños pueden expresar sin esfuerzo.

—Bueno, ya es más tarde, mi dulce pequeña. Solo que tú estabas dormida.

—¿Es así?

—Sí. Te quedaste dormida mientras esperábamos en la entrada de la academia. Por suerte, Reginald salió y me ayudó a traerte a casa —dije.

—Oh… Gracias, tío Reginald.

Él solo asintió, con una gratitud silenciosa. Pero su mirada se perdió por un instante. Y entonces, como si el peso del reencuentro volviera a caerle encima, murmuró:

—Bueno, debería irme. Si se hace más tarde, no podré terminar el trabajo que tengo.

—¿Qué? Deberías quedarte —solté, más rápido de lo que pretendía.

—¡Sí, estoy de acuerdo! —exclamó Isolde, de golpe llena de energía. Siempre sabía cuándo romper la tensión con un rayo de inocencia.

—Buena idea —añadió madre, recogiendo el hilo—. Estaba a punto de preparar la cena. ¿Por qué no te quedas? Así podemos ponernos al día.

—¿No será una molestia?

—Claro que no —intervine antes de que pudiera negarse—. Además, así puedes hablar de los resultados del examen.

Fue una frase inocente… pero Reginald me miró como si no esperara tanto de mí. Como si mis palabras pesaran más de lo que aparentaban.

—Bien —aceptó, después de un segundo de duda—. Entonces me quedaré.

—¡Muy bien! —Madre sonrió y dejó a Isolde en el suelo, haciéndome a un lado mientras se dirigía a la cocina.

Isolde me miró y sonrió. Yo le devolví la sonrisa… y le guiñé un ojo.

Ella se quedó perpleja, como si no supiera cómo responder. Y esa simple reacción fue suficiente para aliviar algo dentro de mí.

A veces, solo se necesita un detonante.

El aire había estado viciado, denso de recuerdos, culpas y palabras atrapadas. Pero entonces, llegó ella.

Isolde.

La más pequeña de todos. La más frágil, la más brillante. Y fue su simple presencia la que, como un faro, desvió nuestras emociones de la tormenta.

La oscuridad se disolvió. El reencuentro, antes doloroso, se volvió cálido.

Uno donde, quizás, las palabras no pesaban tanto.

Uno donde, quizás… hablar ya no dolía tanto.

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