---
Prólogo
—Madre… —habló un joven de unos veinte años de edad.
Era alto, de complexión atlética, con la piel pálida hasta el punto de parecer enfermiza. Su cabello rubio dorado caía en mechones suaves sobre su frente, dándole una apariencia casi etérea. Era, sin lugar a dudas, un joven atractivo, de esos que parecieran haber sido esculpidos por los dioses. Sin embargo, en ese momento, su belleza contrastaba con la calma inquietante que se reflejaba en su rostro.
—¿Qué soy para ti? —preguntó con una voz tranquila. No había en ella rastro de alegría ni tristeza, solo una neutralidad que no hacía justicia a la profundidad de su pregunta.
—Eres mi hijo, ni más ni menos —respondió una voz fría, carente de cualquier emoción. Provenía de una mujer de extraordinaria belleza, casi divina. Su rostro, sereno y perfecto, parecía esculpido en mármol. Hermosa, sí, pero inexpresiva. No era el tipo de belleza que irradiaba calidez, sino una que imponía distancia.
—¿Tu hijo, eh? Dices que soy tu hijo… pero no lo siento así —replicó el joven con esa misma calma que lo envolvía como un manto.
—¿A qué te refieres? —preguntó la mujer, sin cambiar su tono.
—Nunca me has tratado como tal. Solo como alguien que vive contigo.
—¿Cómo que no te traté como un hijo? Te di todo lo que necesitaste todos estos años… ¿No es así?
—Tal vez me diste todo lo necesario… pero solo en el aspecto material. Para ti eso debe haber sido suficiente. Pero dime… ¿qué más me diste?
Por primera vez, se filtró un rastro de tristeza en la voz del joven.
—Ni una sola muestra de afecto, ni una palabra de consuelo, ni una caricia cuando más lo necesitaba. Nada. Pensaba que todas las familias eran así… hasta que conocí a mi primer amigo. Ahí lo entendí. Solo éramos tú y yo, y aun así… me sentí solo.
Guardó silencio unos segundos, luego alzó la vista hacia su madre.
—¿Por qué, madre? ¿Por qué nunca escuché de ti un “estoy orgullosa de ti, hijo”, o un simple “te quiero”? Cada logro que obtuve, cada pequeña alegría, siempre fue recibida con tu fría indiferencia. Me esforzaba por destacar, por llamar tu atención, por ver aunque fuera un pequeño brillo en tus ojos... pero nunca pasó.
Su voz ahora temblaba levemente, cargada de tristeza y años de silencios reprimidos.
—Dime… ¿me amas como a un hijo? ¿O solo soy alguien que llegó a tu vida y del que te viste obligada a hacerte cargo?
La mujer permaneció en silencio. Algo en su expresión cambió, pero era tan sutil que casi pasó desapercibido.
Justo cuando iba a hablar, el joven la interrumpió.
—Olvídalo, madre. Fue solo un arranque de emociones. Haz como si esta charla nunca hubiera sucedido. Esta será nuestra última conversación. Me voy a la universidad… y no planeo tener más contacto contigo. Aun así… espero de corazón que seas feliz.
Sin decir nada más, el joven tomó su maleta y salió por la puerta de la casa sin mirar atrás. No había ira en sus pasos, solo una tristeza silenciosa que pesaba más que cualquier palabra no dicha.
La mujer se quedó allí, en el mismo lugar, sin emitir sonido alguno. Solo cuando la puerta se cerró por completo, su voz emergió en un susurro casi inaudible:
—Yo también… espero que seas feliz, Félix.
Esta vez, por primera vez en años, su voz contenía una emoción que nadie podría haber descifrado.
---
Félix, ahora identificado, tomó un taxi rumbo al aeropuerto. En el trayecto, mientras observaba la ciudad desde la ventana, sus pensamientos giraban en torno a su futuro y a los sueños que lo impulsaban.
Él quería más que un título profesional. Soñaba con formar una familia, con experimentar ese calor que nunca tuvo. Más que el éxito, anhelaba pertenecer, ser amado.
El auto se detuvo en medio del tráfico, justo sobre un puente. A pesar del retraso, Félix no tenía prisa. Sacó su teléfono y comenzó a leer un manhwa de reencarnación. Le fascinaba ver cómo los protagonistas superaban sus dificultades, paso a paso, construyendo sus sueños: algunos formaban familias, otros un harén, otros incluso reinos enteros. Él también quería eso. Quería escribir su propia historia.
Pero de pronto, todo se volvió oscuridad.
---
Félix quedó desconcertado por unos segundos. Intentó moverse, pero su cuerpo no respondía. Entró en pánico.
Oscuridad total. Ninguna luz, ningún sonido, ningún movimiento. Como si flotara en el vacío.
Pasó un tiempo que no pudo medir. Finalmente, logró calmarse un poco.
Intentó moverse de nuevo. Nada.
---
POV de Félix:
No sé cuánto tiempo ha pasado. Ya ni me importa. Perdí la esperanza hace mucho. Creo que me estoy volviendo loco. A veces escucho la voz de mi madre, otras veces mi propia voz hablándome. Me río. Me río a carcajadas de la ironía.
Las primeras preguntas fueron simples: “¿Dónde estoy?”, “¿Qué pasó?”. Pero ahora... ahora me pregunto: “¿Qué soy?”. No recuerdo ni siquiera mi nombre. Sé todo lo demás: mi infancia, las historias que leí, los animes, las novelas, los manhwas… todo está ahí. Pero mi nombre... mi identidad… desapareció.
Sin un nombre, ¿qué soy? ¿Un humano? ¿Una conciencia? ¿Una sombra?
Mientras estaba sumido en mis pensamientos, de pronto, una luz cegadora apareció frente a mí. ¡Luz! Abrí los ojos por instinto. La euforia me invadió.
La luz se acercaba. Por reflejo intenté esquivarla… pero no podía moverme.
La luz me envolvió. Me atravesó. Y luego... oscuridad otra vez.
Pero esta vez, algo cambió.
Una voz resonó en mi mente, clara y extrañamente mecánica:
Ding — Felicidades al anfitrión por vincularse con éxito al sistema.
—¿Ya escucho voces en mi cabeza de nuevo? —grité. El pánico volvió. Me estoy volviendo loco.
Ding — Se ha detectado que el anfitrión está mentalmente dañado.
Ding — Buscando soluciones…
Ding — Solución encontrada.
Ding — Felicidades al anfitrión por obtener la habilidad pasiva: Mente del Jugador.
---
¿Una habilidad? ¿Sistema? ¿Qué demonios…?