Elías, a pesar de su extraordinario intelecto, comenzó a experimentar una peculiar serie de sensaciones químicas desconocidas que lo desconcertaban. Era una sensación humana desafiante: el aburrimiento, un estado que muchas personas experimentaban cuando se sentían insatisfechas o no recompensadas por algo. Su pequeño cuerpo, que lógicamente no debería comprender estados emocionales tan complejos, se encontró inesperadamente vulnerable a este cambio interno. «Un desequilibrio sistémico, un vacío que busca nueva información», analizó su brillante mente; sin embargo, la sensación cruda era una anomalía nueva que no podía simplemente descartar ni optimizar.
Utilizando su pensamiento sabio y analítico, Elias comenzó a reflexionar sobre la vida en la posguerra en la zona rural. Volvió la mirada hacia la vida social humana del pueblo, observándola desde su característica perspectiva fría y distante. Veía las rutinas de los aldeanos, sus interacciones, sus sutiles anhelos e insatisfacciones, todo como patrones, datos para su creciente comprensión de los algoritmos humanos. «Sus estados químicos internos impulsan los comportamientos externos», dedujo, vinculando sus interacciones sociales con las mismas sensaciones de aburrimiento y deseo que ahora estaba explorando.
Continuó cultivando maíz, probando incansablemente métodos nuevos y más eficientes, incluso primitivos. Experimentó con el enriquecimiento del suelo mediante elementos naturales, ideó nuevos patrones de siembra basados en sutiles corrientes de aire e incluso exploró técnicas agrícolas indígenas olvidadas. «Optimización de la asignación de recursos biológicos», señaló, considerando la granja como una vasta ecuación viviente. Sin embargo, el campo de la biología se volvió cada vez más complejo. Descubrió que no podía descifrar fácilmente ciertas plantas y árboles, cuyos intrincados procesos biológicos se resistían a su análisis inmediato. Esta lucha fue una lección crucial: la naturaleza le estaba haciendo saber que aún no era lo suficientemente fuerte, lo suficientemente valiente, para desentrañar todos sus secretos. «Datos incompletos. Se requiere mayor exploración», admitió su mente, un reconocimiento poco común de sus limitaciones, que, paradójicamente, impulsó su impulso.
Sin desanimarse, se adentró más en el mundo vegetal, soportando la soledad que acompañaba a sus singulares actividades. Las horas tranquilas y aisladas que dedicaba al estudio meticuloso de la flora no le resultaban solitarias; estaban llenas de descubrimientos. De vez en cuando volvía con sus padres, fingiendo actividades infantiles típicas, asegurándose de que no se preocuparan por sus largas desapariciones en bosques o campos. Su intelecto seguía siendo su secreto más profundo, un poder oculto que le permitía reestructurar su mundo, una revelación silenciosa y brillante a la vez. El paisaje de la posguerra, con sus desafíos y sus habitantes humanos, se convirtió en el gran laboratorio viviente de Elias, donde su genio floreció silenciosamente, expandiendo los límites de lo que un niño de seis años podría comprender.