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Chapter 27 - Hostilidad Educada

Perspectiva de Alicia

Mi nombre es Alicia. Alicia Millford, hija del rey de este reino, en apariencia tranquilo, pero minado por una incertidumbre que solo yo parezco notar. Es una inquietud silenciosa, persistente, que se ha enraizado en mí desde hace tiempo.

Mi padre, siempre atento pese a su rigidez, notó mi inquietud. Y aunque intentó comprenderme, nuestras conversaciones terminaron tornándose en discusiones. Lo culpaba por la soledad que sentía, por esa oscuridad que me oprimía el corazón como si mil agujas cayeran sobre un abismo de frustraciones sin fin. La verdad es que sabía que él había hecho cuanto pudo. Y aun así... me sentía aliviada depositando sobre él una culpa que no le pertenecía. No era justo, pero era lo único que me aligeraba el alma, aunque fuera por instantes.

En una de esas discusiones, lo agoté. Lo vi en su rostro. Me envió lejos, con la esperanza de que encontrara paz en otro lugar. Tal vez también necesitaba espacio. Yo misma no entendía del todo por qué me dolía tanto, ni por qué insistía en cargarle mi resentimiento.

Así fue como llegué al reino central, Calderian, en el continente élfico, Vanylor. Fui recibida con cortesía por el rey elfo, quien debía favores a mi padre. Sin embargo, no fue igual con su hija, la princesa Esil.

No discutíamos. No hacía falta. Desde el primer momento, su hostilidad era evidente, aunque jamás la expresaba abiertamente. Yo no era bienvenida para ella, y decidí enfrentarla directamente.

—No te agrada que esté aquí, ¿cierto? Te soy una molestia —dije, sin levantar la vista del plato de sopa de hongos, un plato tradicional que apenas probé.

—¿De verdad quieres hablar de esto ahora, en medio de la comida? —respondió con frialdad—. Pensé que en tu reino también enseñaban modales.

—Quiero respuestas, Esil. ¿Te hice algo? Desde que llegué me tratas con desprecio. ¿Por qué? ¿Te molesta mi presencia? ¿O es que simplemente disfrutas siendo cruel?

—¡Basta! —se levantó de golpe, golpeando la mesa—. Estás aquí solo porque mi padre salda una deuda con el tuyo. Y no tengo intención alguna de ser amable con alguien que carga a su padre con culpas que no le corresponden.

—¿Entonces es eso? ¿Ese es tu puto problema conmigo? ¿La relación que tengo con mi padre? —mi voz temblaba, no de duda, sino de rabia contenida—. Eso es asunto mío. No tienes derecho a juzgarme.

—Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué estás aquí y no allá diciéndole todo eso en la cara? Oh, cierto, porque te obligó. Qué conveniente. ¿De verdad crees que tienes el derecho de culparlo, después de todo lo que hizo para protegerte? La última vez que lo vi, tenía una cicatriz que cruzaba su pecho. ¿Lo sabías? No, claro que no. Porque ni siquiera te has preocupado por verlo.

Vi cómo sus orejas, normalmente pálidas, se teñían de rojo. Tal vez por el enojo. Tal vez por el dolor. Sus ojos azules ardían con la misma intensidad que los míos. Y su cabello blanco, siempre ordenado, temblaba como si respondiera a una emoción demasiado intensa.

Intenté replicar, pero ella me interrumpió con voz firme.

—Comprendo tu dolor. Lo comparto. Pero en lugar de culpar, yo me mantuve firme al lado de mi padre. Lo enfrenté con la verdad, y permanecimos juntos. Deberías hacer lo mismo. Aceptar que a veces, simplemente, las cosas salen mal. —Se giró, dando un suspiro—. Perdóname, Juliette, por todos estos gritos. Ya no tengo hambre.

Se marchó. Y en ese momento, vi en sus ojos el mismo pesar que había visto en los de mi padre: ese dolor silente que no busca consuelo, sino propósito.

Fue entonces cuando tomé una decisión. No dije nada a nadie. Me escabullí con discreción, aprovechando las caravanas de comerciantes que cruzaban hacia Veloria. No fue difícil sobornar a los indicados.

Volví a casa.

Aunque me preguntaba: ¿y si él no me perdonaba por volver antes de lo acordado?

Fue esa pregunta la que me obligó a detenerme y replantearlo todo. No podía simplemente presentarme ante él sin explicaciones, no sin preparación. Por eso, decidí permanecer oculta. Aquel reino era grande, pero también lleno de ojos y rumores. Así que, una vez de vuelta, comencé a silenciar cada voz que pudiera reconocerme. Usé el oro y las joyas que llevaba conmigo no para comprar lealtades, sino para adquirir silencio. Pero el dinero puede abrir bocas si no hay confianza. Por eso me refugié en un lugar que sólo mi madre y yo conocíamos, un rincón olvidado, casi sagrado para nosotras.

Pasaron los días. Luego semanas. Vivía entre sombras y nombres falsos, hasta que lo conocí a él.

Lucius Van D'Arques.

Reservado, calculador, difícil de leer. Su presencia no exigía atención, pero tampoco podía ignorarse. Hablaba poco, y casi siempre lo hacía sólo con su hermana gemela, Isolde Equidna D'Arques. Isolde era mi mejor amiga, alguien con quien podía hablar sin medir mis palabras. Con ella podía ser vulnerable sin sentirme débil. Pero cada vez que me acercaba demasiado a Lucius, ella reaccionaba con evidente malestar. No hacía falta que lo dijera: me apartaba como si fuera una amenaza.

Aun así, nuestras tardes comenzaron a volverse rutina: entrenamientos, discusiones tácticas, silencios cómodos. Solía terminar golpeada, casi siempre por no poder esquivar la velocidad de Lucius o la fuerza brutal de Isolde. Y, aun así, lo aceptaba con gratitud. Eran mis únicos momentos de verdadera calma. En especial cuando hablaba con él. Con Lucius, por alguna razón, me era posible compartir palabras que a otros les ocultaba. Tal vez porque él también conocía el peso del dolor. Tal vez porque el suyo era más profundo que el mío.

Pero la calma no era eterna.

Sabía que tarde o temprano debía enfrentarme a él: a mi padre.

—Pensé que aún estabas en Vanylor, compartiendo tiempo con Esil —dijo mi padre, su voz surgiendo desde la penumbra del trono. Estaba rodeado por sombras. La sala se hallaba casi completamente a oscuras, y el tenue brillo de los papeles que leía apenas iluminaba sus ojos, rojos y penetrantes.

—Perdón. Ya no podía quedarme más allí —respondí, alzando la vista. Junto a él estaba Elías D'Arques, padre de Lucius e Isolde, su guardia personal. Viejo conocido. Viejo testigo.

—¿Ocurrió algo?

—No…

—¿Entonces?

—Simplemente... me pareció un lugar anticuado. Incómodo. No era para mí.

—Alicia. Ambos sabemos que Vanylor es uno de los lugares más avanzados, cómodos y seguros del mundo —me interrumpió. Su tono era severo, pero sus ojos… sus ojos hablaban de otra cosa. Soledad, quizás—. Solo quiero la verdad. Nada más. Y luego decidiré qué hacer contigo.

Respiré hondo. No podía seguir evitando la conversación.

—No me llevo bien con la princesa Esil. Hay demasiadas diferencias entre nosotras. No encajo en ese entorno. Era simplemente insoportable continuar ahí.

—No te mandé a Vanylor para que hicieras amigas. Le mentí a personas importantes, Alicia. Les dije que estabas allí estudiando hasta tu mayoría de edad. ¿Qué se supone que diga ahora? ¿Que mi hija decidió ignorar sus deberes y regresar por capricho?

—Yo…

La frustración comenzaba a hervirme por dentro.

—Te envié allí porque no soportabas estar cerca de mí. Porque estabas furiosa, y yo… solo quise darte el espacio que pediste. Siempre cedo a tus deseos, Alicia. No porque seas princesa. Sino porque soy tu padre. ¿Por qué me castigas así? Al menos... podrías perdonarme. Perdonarme por no haberla salvado…

—¡Entonces debiste usar magia! —grité, sin poder contenerme—. ¡Podías hacerlo desde lejos, con hechizos curativos! ¡Podías salvarla! ¡Pero no lo hiciste! ¡Te salvaste tú, como siempre!

Las palabras salieron como cuchillas, una tras otra. Las sirvientas abandonaron la sala. Los guardias también. Solo Elías permaneció. Tal vez por lealtad. O por costumbre.

—¡Si la hubieras salvado, al menos ella seguiría aquí, conmigo! ¡Con nosotros…! —Me detuve por un momento, furiosa. Y él no dijo nada —. ¡A la mierda! —grité finalmente. Me di la vuelta, temblando de ira, y me marché sin mirarlo de nuevo.

Ni una palabra más. Ni un adiós. Solo silencio. No volví a hablarle en los días siguientes. O hasta que llego el día del examen de admisión.

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